Me acaban de diagnosticar autismo con 44 años

Esperé casi 45 años para escuchar dos palabras que iban a cambiar mi vida para siempre. No fueron te quiero, sino tiene autismo.

La doctora me miró por encima de la pantalla del ordenador. ”¿Cómo se encuentra?”. Sus palabras sobrevolaban mi mente como gaviotas.

Me pasé la mano por el pelo entrecano. “No lo sé. Sorprendida, pero a la vez no”.

Mi diagnóstico ya venía de muy atrás y, en cierto modo, me lo esperaba. Si no, no habría pedido que me hicieran pruebas. Los médicos que me habían atendido eran expertos en su campo: trastorno del espectro autista. No me gustaba cómo sonaba lo de trastorno.

La doctora me preguntó si me había resultado estresante el proceso de diagnóstico y asentí. Tres horas de observación, tests estandarizados, un historial médico y personal agotador… Después me llevaron a la cama, exhausta simplemente por haber pasado tanto tiempo sentada en una silla hablando con desconocidos.

Casi resultaba cómico lo agotada que estaba. No había corrido una triatlón. No había descifrado ningún código analizando una pila de folios con tablas de datos. Solo había enumerado los pasos básicos de lavarse los dientes, descrito unas imágenes e inventado una historia a partir de objetos cotidianos. Ese último ejercicio casi acabó conmigo. Me quedé varios segundos mirando el bolígrafo. Mi mente se quedó en blanco y mi corazón se aceleró. Eso era todo lo que podía hacer en aquella sala.

Tiene autismo.

No puedo estar en el espectro fue lo primero que pensé, pese a las sospechas. No soy Rain Man. No tengo manías visibles, que yo sepa. Los aviones, trenes y automóviles me dan absolutamente igual. No he visto ninguna película de Marvel y preferiría hacerme una endodoncia que asistir a una Comic-Con. Pero resulta que el autismo es un espectro, no un estereotipo. Debería haberlo sabido después de criar a un hijo con autismo desde hace 12 años.

Siempre me han gustado los libros y la música, pero mis gustos no son extravagantes ni colecciono cosas raras. De niña, leía obsesivamente, pero era más que nada era por evadirme de las circunstancias de mi hogar.

Cuando tenía 9 años, obtuve un padrastro y un hermanastro que nunca pedí, así que me retiraba a los mundos de Atwood y Salinger. Me gustaba estar dentro de la mente de otras personas, con sus pensamientos y sentimientos perfectamente expresados para no tener que adivinarlos. Me hacía el eyeliner negro y llenaba mis cuadernos de poesías de malísima calidad. Mi angustia no tenía nada de excepcional.

Cuando le digo a mi hijo que me han diagnosticado autismo, menea la cabeza: “No puedes tener autismo”, me dice. No tengo la misma clase de autismo que él, quiere decir.

Mi autismo es otro autismo. Las manzanas y las naranjas son frutas, pero ahí acaban los parecidos. Tampoco puedes comparar a un niño de 12 años con una mujer de 44.

Sin embargo, estoy segura de que nuestros respectivos autismos se entrecruzan en algún punto en un diagrama de Venn. Compartimos la misma hipersensibilidad al tacto y a ciertos sonidos y olores. A ambos se nos da genial hacer montañas de un grano de arena, solo que él tiende a explotar y yo me reprimo e implosiono en privado.

“Mi autismo es otro autismo. Las manzanas y las naranjas son frutas, pero ahí acaban los parecidos”

Reprimirse, al parecer, es un problema. Generalmente se decía que el ratio de niñas y niños con autismo era de una chica por cada cuatro chicos, aunque un metaanálisis de 2017 descubrió que en realidad es de una chica por cada tres chicos, lo que muestra una significativa discriminación de género.

Las niñas llevan mucho tiempo al margen porque, históricamente, las investigaciones han girado en torno a los niños. Los savants y los pequeños profesores. Pero el autismo tiene un aspecto muy distinto en el género femenino. A menudo se nos da muy bien ocultar nuestras manías para encajar con los demás.

La cosa es que a mí no me gusta el contacto visual más que a los niños y hombres con autismo, pero me he esforzado tanto en hacerlo de forma convincente que la mayoría de la gente ni siquiera se da cuenta. No agito las manos ni ando de puntillas, pero es muy fácil encontrarme mordisqueándome compulsivamente las uñas. Publicidad https://7e5512935565692bc7719a4623af0fdb.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html

Cuando tenía 18 años, me dio la venada de raparme la cabeza porque me molestaba mi pelo. Me han recetado antidepresivos varias veces a lo largo de mi vida. Durante 40 años, he sentido que había algo en mí diferente, pero no lograba identificar el qué.

Tiene autismo.

Los fantasmas de mis amigos y relaciones románticas pasadas se aparecen ante mí como en aquel libro de Dickens. A diferencia de mi hijo, yo hice amigos siendo niña, pero me veía a menudo en la necesidad de complacerles a toda costa. A menudo me sentía sola y rechazada sin saber por qué. Los niños me ponían motes, no pillaba la gracia de muchos chistes… Ansiaba un intérprete en mi vida.

Las reuniones sociales, incluso las que me hacían ilusión (la Navidad, los cumpleaños…) acababan antes de tiempo. La situación me superaba, me empezaba a encontrar mal y me tenía que ir a la cama de invitados mientras los demás seguían riendo y celebrando en la habitación de al lado.

Y, pese a todo, ahí estaban para mí la música y los libros. Me adentraba en los libros y las canciones como si fueran densos bosques y pasaban las horas que ni me daba cuenta de lo que sucedía en el mundo exterior. Un novio que tuve en la universidad se cansó tanto de esperarme en la sección de poesía de una librería que se fue a casa enfadado. Yo tardé un buen rato en darme cuenta de que se había marchado.

“El autismo es un espectro, no un estereotipo. Debería haberlo sabido después de criar a un hijo con autismo desde hace 12 años”

Tiene autismo.

Las niñas con autismo se acaban convirtiendo en mujeres con autismo. Si no lo diagnosticamos como autismo, lo acabaremos llamando depresión y ansiedad u otra enfermedad mental en el futuro, lo que nos plantea la pregunta: ¿la ansiedad y la depresión son síntomas del autismo o son secuelas de años tratando de ocultarlo?

Si aprendemos a reconocer el autismo en las niñas y las apoyamos y les aseguramos que no hay nada malo en ellas, quizás esas otras enfermedades mentales se puedan evitar. Espero que las cosas sean diferentes para la siguiente generación de niñas. Espero que no crezcan sintiéndose solas y perdidas, sin parar de preguntarse qué les pasa y por qué no encajan en este mundo.

En el libro Women With Autism, la psicóloga Claire Jack asegura que un diagnóstico tardío “también surte un efecto positivo en su confianza y autoestima”.

Yo me alegro de que me hayan diagnosticado autismo, aunque sea a los 44 años. Mejor tarde que nunca. Al final, lo del autismo es solo una etiqueta. Lo que pasa es que esas etiquetas también son tiritas sobre décadas de sufrimiento, confusión y aislamiento. Solo llamando a las cosas por su nombre podemos conocerlas.

Aunque intento no vivir en el pasado (porque es poco productivo y hasta masoca), sí que me gusta mirar a la niña que hay dentro de mí. Ahora que hemos podido quitarnos el antifaz, la veo con claridad. La entiendo mejor que en los anteriores 40 años de mi vida y ahora sabré tratarla con más cuidado y compasión los próximos 40.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.

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