Ser madre de un niño con autismo: un reto que la vida te pone cuando menos te lo esperas

autismo

Cuando me quedé embarazada de Jomío (así lo llamo cariñosamente) me quedé petrificada. Ya teníamos dos niñas de cinco y siete y yo contaba ya con 42 años así que estábamos felices de tener dos niñas y no entraba en nuestros planes tener un tercero. Aunque sí que es verdad que años atrás habíamos fantaseado con la idea ya la habíamos desechado. Pero Jomío tenía otros planes y decidió que tenía que llegar a nuestra familia. Nació en un parto programado por cesárea (mi tercera), sin ninguna complicación. A los cinco minutos la ginecóloga, me dijo: “Está perfecto, no tiene síndrome de Down, por cierto, que se te ha olvidado preguntar”. Esta frase tenía un sentido: en una de las primeras pruebas nos dijeron, en el triple screening, que Jomío tenía unas altas probabilidades de tenerlo, pero como si lo tenía no pensábamos abortar, decidí no hacerme la prueba y dejar que la vida decidiera. Y decidió que no tenía Down. Enseguida se mostró como un niño muy glotón, risueño y muy tranquilo, lo que se llama pachorro. Salvo porque durante los tres primeros meses me tenía agotadita porque aguantaba como mucho dos horas sin comer, el resto fue una delicia de bebé. Guapo, rechoncho, con risas interminables, lo que se conoce como bebote. Lo que en las aldeas antiguamente te decían como: está bien criado.

Cuando cumplió un año empecé a sospechar que algo en él era diferente, pero enseguida pensé que sería porque era niño y no niña. Las diferencias entre los dos sexos, por mucho que Irene Montero se empeñe en lo contrario, son más que evidentes. Mi sospecha seguía ahí y en silencio y un día se lo comenté al padre: “yo creo que algo le pasa al niño”. Dicen los expertos que los padres (masculino) no suelen aceptar de buen grado que sus hijos tengan algún tipo de discapacidad o, como me gusta definir el autismo, con capacidades diferentes. Y, efectivamente, así sucedió. Pensaba que eran imaginaciones mías, pero yo veía cosas que no me resultaban familiares, no mirar cuando lo llamabas, no conectar con la mirada, y, sobre todo, ser un pachorro que se entretenía con un solo juguete durante horas. No mostraba tampoco interés por otros niños y comenzar a andar empezó a ser más que una preocupación: lo logró con 16 meses. A partir de esa edad que empezó a caminar y cogió confianza se acabó (esto es igual para todas las familias) en un torbellino y un Juan sin Miedo. Una de las características de los niños TEA es su propensión a salir corriendo cuando menos te lo esperas.

Tomé el toro por los cuernos y pedí cita con la neuropediatra en la Clínica Universitaria de Madrid que enseguida me dijo que le haríamos pruebas. Y, efectivamente las pruebas arrojaron un resultado nada esperanzador. Mis sospechas no eran infundadas y los resultados eran compatibles con un diagnóstico TEA. Eso sí, diagnosticar autismo a esa edad es imposible, inviable. En el papel puso: retraso madurativo. Es decir, no hacía nada que cualquier niño de su edad haría: no saludar, no señalar con el dedo, no conectar, no interactuar con nadie pero sí mostrar mucho interés en animales. De hecho las primeras palabras que pronunció (si es que a eso se les puede denominar palabras) fueron las onomatopeyas de algunos animales como guau guau, muuu, agggggggg (por león) etc. La primera palabra clara (sin significado) fue A-TÁ y se refería a un perro teckel que, por entonces acogimos en nuestra casa, ya que su dueña se había ido de viaje unos meses. Un perro perfecto por tamaño y carácter, ya mayor y que entendía que no podía bajo ningún concepto atacar a Jomío y sí jugar con él y aguantar las “perrerrías” que le hacía: tirarle de la cola, las orejas etc.

Pero entonces llegó la pandemia y el confinamiento y Jomío, que ya estaba escolarizado y había mejorado muchísimo y decía hasta cuatro o cinco palabras, se quedó en casa y confinado (como todos). Nunca sabremos el daño que a los niños como el mío esta pandemia hizo. En él consiguió un retroceso totalmente del que, al menos en el habla, no se ha recuperado. No dice apenas palabras. A veces esboza algo parecido a agua, a hola y la única que sí pronuncia con claridad es: “ahí, ahí” y, para regocijo de padres y profesionales ha aprendido a señalar; un hito muy importante en un niño autista.

Ahora mismo tiene tres años y medio. En noviembre cumplirá cuatro y en septiembre entrará en un colegio de educación especial. Pero antes de esto quiero contar el largo camino que nos ha llevado hasta aquí y que sin duda continuará. Como todos los padres de niños como el mío, andas al principio muy perdido y, a pesar de la sanidad de la Comunidad de Madrid en esto es maravillosa, la burocracia, ese mal endémico español, no cesa. Si tienes la suerte de tener amigos o conocidos que te guíen en el camino, eso es lo que te salva. Afortunadamente así fue y un familiar nos recomendó acudir a AMITEA, la planta de autismo del Gregorio Marañón. Enseguida tuvimos cita con la psiquiatra infantil que dirige el equipo, la doctora Huertas, y a partir de ahí todo ha ido como la seda. Jomío está diagnosticado ahora mismo como un niño con rasgos compatibles con el espectro de trastorno autista en grado de leve a moderado. De ahí la decisión de llevarlo a un colegio de educación especial. Ya veremos qué pasa este curso y, en función de sus avances, veremos qué hacer.

Mientras, acude a un centro privado de atención temprana dos días a la semana. Algo costoso y aquí mi va mi queja: no hay derecho a que las familias sin recursos se queden si estas terapias tan valiosas y, aunque me consta que Isabel Díaz Ayuso ha incrementado una barbaridad los recursos para el curso que viene para estos niños, lo que falla aquí es la burocracia, la lentitud. En concreto conseguir una cita en el CRECOVI (Centro Regional de Coordinación y valoración infantil) puede tardar meses y el cerebro y la plasticidad de los niños en esta etapa es fundamental. El CRECOVI es el que da el visto bueno al grado de discapacidad del menor y que es tan necesario para poder acceder a servicios públicos de atención temprana.

Honestamente hay días que me siento muy perdida. Yo veo a mi hijo muy listo, picarón, que entiende todo, que conecta con las personas que conoce, que adora a sus padres y a sus hermanas de 10 y ocho años que, sin duda, son un estímulo natural importantísimo. Pero hay días que se me viene el mundo abajo y me siento desamparada, triste, llena de miedos y de dudas. Como soy poco dada a la autocompasión relato a mi círculo las cosas como son y, cuando voy por la calle con él y puesto que los niños autistas no presentan ningún rasgo físico que delate lo que les pase, a veces sufro la incomprensión de personas que critican y se permiten el lujo de emitir sentencias cuando a Jomío le da una crisis, se tira al suelo y llora y nadie lo saca de ahí. Esto es algo típico también de estos niños y se debe básicamente a que su percepción sensorial es infinita mayor que la nuestra. Cuando, además, no saben hablar, su desesperación es tal que, por eso tienen esos ataques. No son niños caprichosos, ni son rabietas típicas de su edad, son expresiones de impotencia por no saber expresar qué quieren, qué siente. De ahí que sea en ellos muy importantes enseñarles el lenguaje de signos o pictogramas.

Ahora mismo asumo con resignación (a mí esta palabra me gusta mucho porque soy creyente y no le veo un sentido negativo, sino todo lo contrario) pero si a alguien le ofende la puedo cambiar por aceptación. Estoy segura de que la vida nos pone estos retos para algo y, de momento me ha enseñado a ver la vida a través de sus ojos y sus sentimientos.

Jomío es cariñoso, nos quiere a todos, nos da muchos besos y, qué duda cabe, es la alegría de la familia.

La terapia con perros

Hay muchas cosas que vamos a hacer con él. De momento estamos a la espera de un perro de asistencia para niños autistas que nos han ofrecido en una asociación sin ánimo de lucro que se llama DogPoint (vive de las ayudas por si quiere usted participar). También están financiadas por empresas que, de manera altruista ayudan como Royal Canin y Pets4good, una empresa que vende productos para mascotas, pero cuya parte de los beneficios los destina a asociaciones como esta. Llegamos de la mano de Ernesto Larre, padre de niños autistas y presidente de Autism4Good, una organización sin ánimo de lucro cuyo propósito es hacer un mundo mejor y más inclusivo para las personas con trastorno del espectro autista y sus familias. En palabras de su fundador: “Compartir información confiable sobre el TEA para todas las personas, conozcan o no a algún caso cercano con el afán de crear conciencia e inclusión. Demostrarle a la gente que tiene algún caso de TEA cercano que no es el fin del mundo, sino el inicio de un mundo maravilloso y lleno de oportunidades. Ayudar a los padres con información de los expertos para un diagnóstico precoz, y de atención temprana. Si una persona que no sabe nada del TEA, busca por primera vez en Google acerca del tema, si una familia que ha recibido el diagnóstico encuentra alguna actividad que le ayude en la interacción con su hijo o hija, o bien si gracias a esta iniciativa una familia obtiene el diagnóstico de su hijo o hija a una edad temprana brindándole así un mejor pronóstico para el futuro… entonces habremos cumplido nuestra misión”, explica.

*Gema Lendoiro es periodista y madre de tres niños, dos niñas de 10 y ocho años y un niño de tres, diagnosticado con TEA.

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