La soledad y la indiferencia

Este viernes el fotógrafo René Robert fue a dar un paseo, cayó y murió solo, abandonado, congelado en plena calle de París. Nueve horas en la acera. Nadie se preocupó por él. Nadie le prestó auxilio. A la mañana siguiente, solo lo hizo una persona sin techo. Fue demasiado tarde.

Hemos conocido este suceso porque el fallecido era famoso, pero ¿cuantas personas anónimas han muerto solas, víctimas de la indiferencia ajena, en nuestras grandes ciudades? Esa muerte no nos puede dejar indiferentes. Nos interpela como sociedad.

Es un espejo incómodo que nos recuerda que todos necesitamos ser escuchados y compartir nuestro tiempo con alguien. Por desgracia,  casi el 10% de la población española se siente sola de manera habitual. René Robert murió solo en París, pero podría haberlo hecho en una fría noche de Madrid o Barcelona.

En plena era de la hiperconexión digital, cada vez estamos más aislados, refugiados en nuestros pensamientos o en nuestros móviles. Rodeados de miles de personas, muchos de nosotros no conocemos ni a nuestros vecinos. Por eso, cada vez son más frecuentes las noticias de ancianos muertos en sus viviendas. Estaban completamente solos, días o incluso semanas después de su fallecimiento, bajo el manto oscuro de la indiferencia de una sociedad deshumanizada.

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La democracia es incompatible con la indiferencia. Es un sentimiento de apatía nada  inocuo. Gramsci advirtió que era el peso muerto de la historia. Chéjov que era como un gas letal que lleva a «una parálisis del alma, a una muerte prematura». Con ella, surge el miedo al otro que encoge, paraliza, vuelve a la gente resignada, conservadora y desconfiada. Se rompen afectos, vínculos y se expande el individualismo con sus múltiples formas de insolidaridad y egoísmo. La sociedad, al final, se ensimisma en sí misma hasta cerrarse en su intolerancia. Cuando eso sucede, retrocede la democracia y avanza el populismo de derechas.

La extrema derecha se nutre de ese gas paralizante. Una sociedad indiferente es una sociedad anestesiada moralmente. Como explicaba Hannah Arendt, el caldo de cultivo del fascismo fue esa ausencia de vínculos comunitarios, fuertes, que disolvieran la indiferencia ante el sufrimiento ajeno de una sociedad carcomida por el dictatum del «sálvese quien pueda». Entre la gente aislada y asustada, se extiende el odio contra quien se percibe como una amenaza: los diferentes, los recién llegados o los más vulnerables.

Frente a esa epidemia moral, las instituciones públicas no deberían mirar a otro lado. ¿Os imagináis que existiera un Ministerio de la Soledad? Seguramente, una de las recetas básicas para combatirla es multiplicar los esfuerzos para construir ciudades más justas, cohesionadas, interculturales, acogedoras y solidarias. En Barcelona, el Ayuntamiento es pionero en políticas de ese tipo. Entre ellas, destacan las del ámbito de la acción comunitaria. Programas como el de Radars son básicos, por ejemplo, para conectar a gente mayor que está sola a su entorno más inmediato.

En tiempos de crisis, persistir en esa dirección es una cuestión de supervivencia democrática. Hay que romper el espiral de la indiferencia y la soledad. Solo desde allí, podremos frenar a la extrema derecha. O evitar muertes como la de René Robert.

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