Aceptar sin condiciones


«Mi discapacidad, con mi andar y hablar diferentes y mis movimientos involuntarios, por haber sido parte de mí toda la vida era parte de mi identidad. Con todo y estos impedimentos me sentía completa e intacta.Los intentos de mi madre por modificar mi caminar los vivía por extraño que parezca- como una agresión, una aceptación apenas parcial de todo mi ser y un intento por cambiarme. Me rebelaba contra esos intentos porque quería ser aceptada y apreciada tal como era. Desde la perspec-tiva de la persona sin discapacidades es difícil comprender o aceptar que una discapacidad -la cual es vista como un impe-dimento, un defecto- pueda ser una parte importante del cuerpo del niño y de su identidad. Mi discapacidad, conjuntamente con las otras características con las cuales nací, es una parte de mí».

Marilyn Rousso

 

En biología no existe minusvalía. Desde el punto de vista del ser biológico no hay errores y, por lo tanto, no existen la discapacidad ni la disfunción. Una persona con una sola pierna es distinta de aquella con dos; pero en el espacio de su biología se mueve con soltura. Podremos respetar y relacionarnos con ese otro, en su mundo, cuando aprendamos a respetarlo como a un ‘ser’ distinto. El niño que desde nuestra perspectiva aparece como discapacitado, desde su biología no lo es; es solamente diferente.

Internamente estas personas se sienten, con todo y su discapacidad, completas e intactas; no obstante son vistos por su entorno, y frecuentemente también por sus padres, como defectuosos e incompletos. Las personas con una discapacidad deben aprender a equilibrar estos dos puntos de vista divergentes de sí mismos, puesto que ambos forman parte de su realidad. Tanto padres como profesionales pueden acrecentar las dificultades inherentes a la situación o, por el contrario, ser fuente de apoyo en la medida en que aceptan y comprenden ambos aspectos de este precario equilibrio; en particular la experiencia de sentirse comple-tos, fundamento de una buena autoestima.

Todo ser humano, incluso aquellos que llamamos discapacitados, tiene un espacio propio de existencia donde se mueve con señorío; y cuando hablamos de ‘deficiente’ o ‘discapacitado’ sólo estamos revelando nuestra ceguera.

Nuestro sentido de identidad y del yo emana de nuestra imagen corporal, la cual se forma a partir de las experiencias del niño con su propio cuerpo, y la discapacidad es una parte tan suya como cualquier otra; desde su perspectiva interna su cuerpo está intacto y completo. Poco después del año de edad, cuando los niños empiezan a observar y a mostrar interés en las diferencias corporales, el niño con discapacidades descubre que su cuerpo es diferente del de sus padres o hermanos, este descubrimiento sigue diferentes procesos según la edad y tiene diferentes significados, según las etapas de desarrollo.

Es un hecho que no son las características corporales reales que determinan la propia imagen corporal del niño sino las actitudes de los padres y de la sociedad hacia las mismas, y puesto que la discapacidad forma parte de su identidad necesita ser aceptada, apreciada y respetada. El trauma emocional se da en el momento en que el niño descubre que sus características discapacitantes son percibidas por la sociedad como inferiores.

La limitación no pertenece a la biología sino a la perspectiva desde la cual el ser humano considera que el otro no satisface sus expectativas. Al no aceptar al otro, no lo veo y lo confundo con mis exigencias y con la frustración porque éstas no están siendo satisfechas. El sufrimiento surge en el momento en que vemos en el otro a un ser limitado antes que humano. La existencia del otro como humano se inicia en el momento en que yo, frente a ese ser que es distinto, no le exijo que sea como yo.

El amor no es ciego sino visionario; vemos al otro sólo en la medida en que le permitimos ‘ser’ lo que es, pues sólo así se puede dar un espacio para la convivencia y la comunicación.
El amor tradicional es el punto de partida que configura lo humano porque lo humano sólo se configura en la aceptación incondicional; no preexiste.

Desafortunadamente vivimos encandilados por el éxito y la perfección; los cuales siempre se plantean como exigencias. Si aceptáramos que vivimos en un mundo sin perfecciones, viviríamos en un mundo sin exigencias y, por ende, de aceptación mutua.


El niño con discapacidades enfrenta frustraciones y desilusiones debidas a su incapacidad o dificultad para llevar a cabo ciertas tareas. Cómo maneja estas frustraciones -y si llegan a formar parte de su autoimagen positiva o negativa- depende, hasta cierto punto, de la reacción y respuesta de su entorno. Es un niño que necesita que su cuerpo sea aceptado y apreciado conjuntamente con su discapacidad, en especial por sus padres, puesto que ello reafirma su sentido de integridad y nuestros miedos los que nos impiden aceptar cabalmente a ese niño que se nos entrega incondicionalmente.
La capacidad de los padres para ver en la discapacidad del hijo un aspecto valioso de él mismo, y para expresar su aprecio y respeto por la forma única y frecuentemente diferente de hacer las cosas, permite al niño desarrollar al máximo su potencial y generar sentimientos positivos hacia sí mismo y hacia su cuerpo.
Lleva al niño a pensar: «Si mis padres piensan que soy maravilloso, entonces lo soy».

 

Un niño que crece en el amor y la aceptación aprenderá a valorarse a sí mismo y a valorar a los demás.
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