Una infección mundial: por qué hay que ver Parasite, la película del momento

Parasite

Entre Seúl y Montevideo hay unos 19.600 km de distancia. O al menos eso marca la línea curva de Google Maps que atraviesa el océano Pacífico, una línea que en ese globo terráqueo virtual parece corta pero es larguísima. Pero, ¿cuánto es la distancia real entre las dos capitales, entre estas dos sociedades opuestas en el tablero mundial? Uno pensaría, así a primera vista, que mucho mayor. Comparar los rascacielos de la mayor urbe surcoreana con nuestros picos montevideanos da hasta un poco de risa.

Contraponer las culturas y sus respectivas costumbres puede generar una colección de rasgos que no coinciden. Y buscar similitudes en un mar de diferencias puede demandar más tiempo del que tenemos para darle a la cuestión. Pero algo, sin embargo, está pasando: desde hace un tiempo los kilómetros parecen haberse borrado de un plumazo. Y no solo con Uruguay; pasa con todo el mundo.

Una película, surgida en las entrañas de una de las industrias más efervescentes del cine contemporáneo, ha logrado acaparar la atención y la conversación global, y lo ha hecho en gran parte porque hay algo parasitaria en ella, hay algo que se te mete bajo la piel y te marca que, a pesar de las miles de diferencias entre las culturas, tiene algo de cada rincón del mundo. Habla de ellos, pero habla de todos. Contiene una universalidad de fondo que, viéndola, resulta obvia, aún cuando no encontremos las palabras adecuadas para explicarla. Así Parasite Parásitos, si quiere la traducción que en este texto no se utilizará– se siente cercana. Retoma una discusión vieja y la materializa en el presente. Y funciona y golpea con dos horas y pico de buen cine. De gran cine.

Su efecto fue pandémico. La película del director Bong Joon-Ho contagió primero en el Festival de Cannes, en donde se quedó con la Palma de Oro y las loas de unos cuantos que quedaron embelesados. Bong, con esa sonrisa a media asta que hoy aparece en cada una de las premiaciones de la temporada, levantó el galardón y agradeció. Y siguió su camino.

El contagio se extendió. La película apareció de manera ilegal en Internet con rapidez y no fueron pocos los que bucearon las aguas piratas para ver de qué se trataba el pequeño alboroto que se había armado en la costa francesa. De a poco, las redes sociales se abanderaron con una consigna: había que ver Parasite, sí o sí. Y mientras la aclamación clandestina era casi unánime, el virus viró sobre su eje y enfiló a Estados Unidos. Allí, en el seno del imperio de la pereza, consiguió lo impensado: rompió la barrera del subtítulo y no fue un éxito de taquilla, pero anduvo bien.

Y el germen floreció. Parasite empezó a ocupar puestos en las nominaciones a diferentes premios hasta meterse, con seis nominaciones, en la carrera por el Oscar. Y de un día para el otro, se coló en todos lados. Medios. Publicidades en la calle. Posteos de Instagram. Trailers en las salas. Antes era una locura pensar en este film disputándose el premio mayor con otras grandes producciones. ¿Hoy? Bueno, la duda es sensiblemente menor.

Así que allí está. Mejor película, Mejor director, Mejor película internacional, Mejor guion original y algunas menciones más. Una irrupción a lo grande en Hollywood. Esperanzadora para el cine asiático, quizás. El viento de la conversación, sin embargo, cambió bastante. Antes el aplauso era ensordecedor; ahora hay disidencias. Se dice que Parasite es simplona. Vacía. Que tiene poco de especial, incluso dentro de la filmografía de su director. Porque el cine, como toda manifestación del arte, es subjetivo. Cuestión de gustos, dicen. Pero hay formalidades y Parasite las cumple. Pero volviendo a la cuestión de los gustos, esta firma se hace responsable en decir que es una genialidad.

Los de arriba y los de abajo

Su director lo ha repetido: no quiere que la gente sepa mucho de qué va la película antes de entrar a la sala. Tiene sentido. La experiencia –¿como en cualquier otra película?– es mejor si se entra con conocimiento cero. Pero si de todas formas a alguien le sirve, acá va un pequeño resumen para arrancar: hay una familia en los barrios bajos de Seúl que es muy pobre; viven de armar cajas de pizza y tienen que tener cuidado porque de vez en cuando la barométrica explota y el sótano en el que duermen se les llena de aguas cloacales. Hay otra familia, también, que vive de manera opuesta: barrio privilegiado, choferes, una casa de diseño que es un sueño, placeres tontos y burgueses, una familia de tapa de revista que se ve, se escucha y se huele feliz. Millonariamente feliz. Un día, el hijo de la familia pobre se encuentra con la oportunidad de tutelar a la hija de la familia rica. Y así se pone en marcha un plan que no tiene otro fin que sacar a la familia pobre del pozo social en el que están insertos. Los parásitos están listos. El elevador social espera.

Para entrar en Parasite hay que olvidarse de los géneros. No hay preguntarse qué tipo de película se está viendo. O sí, pero no se debe tratar de encasillar a una producción que esquiva cualquier tipo de norma y que juega con todo al mismo tiempo. Hace malabares con sus intenciones, digamos. Es una comedia negra. Es un thriller social. Es un drama de denuncia. Es, más que nada, un título más que prueba la destreza visual y narrativa de Bong, que le suma varios puntos de calidad a un CV que ya tiene en su haber grandes películas como Memories of murder, Okja o Snowpiercer.

En este caso, Bong prueba su inteligencia y ductilidad al subrayar el conflicto social –algo que ya había abordado en otros momentos de su filmografía– con pequeños destellos del guión, pero también con una creatividad visual ante la que hay que hincarse y admirar. Hay muchos ejemplos de esto en su película; los planos a elegir son cientos y las metáforas también. En Parasite, por ejemplo, la brecha social se huele. Es un detalle nimio, pero en contexto es absolutamente desolador. Y una escena de lluvia bíblica desatada sobre Seúl, que comienza como una agradable tormenta en la residencia de los ricos y termina en un baño de caca para los pobres –el trayecto hasta allí es un descenso al infierno–, es visualmente magnífica. Imposible de arrancársela de la cabeza. Queda más que claro: en el capitalismo no llueve igual para todos.

Al margen de todas estas cuestiones más formales, Parasite es extremadamente divertida. Entretiene e hipnotiza. Despierta sentimientos encontrados y genera un ambiente tan cruel como adictivo. Tiene un elenco –encabezado por Song Kang-Ho, habitual colaborador de Bong– en plena forma. Y es un ejercicio visual que, como 1917 a partir de la semana que viene, merece ser vista en pantalla grande. Y a la hora de enfrentarla, no tenga miedo; su trayecto hasta los cines locales ha sido infeccioso, fue contagiando todo a su paso y su virus acaparó las tertulias cinéfilas mundiales como pocas películas lo hacen a lo largo del año, pero abrace su propuesta, olvídese del ruido externo y déjese llevar. Eso sí: si la está pasando bien y de repente siente un retrogusto amargo que le indica familiaridad, si siente algún punto de contacto incómodo en cómo nuestras sociedades viven la desigualdad, no se asuste. De eso se trata. Es la evidencia de que Bong lo logró y el parásito está en usted. Déjelo ser. Es parte de la experiencia de una de las mejores películas del 2019.

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