Un tributo a las «Mamás de Salas de Espera»


En mi vida, solo algunas mujeres realmente me comprenden. Mujeres que me han visto en momentos de mucha esperanza y en momentos de gran desesperación. Mujeres pálidas por falta de sueño y la mala iluminación de la luz fría. Mujeres cuyos apellidos, y a veces sus nombres, desconozco. Me refiero a ellas como las Mamás de Salas de Espera (MSE).

Las salas de espera son una suerte de oasis para las madres de niños con necesidades especiales. Nos reunimos en esos pequeños salones, sentadas en sofás mohosos, mientras nuestros hijos reciben las más recientes intervenciones terapéuticas. A veces nos sentamos calladas, mirándonos solapadamente, pretendiendo leer una vieja edición de la revista People. A veces nos acomodamos en alguna silla para robarnos unos minutos de sueño.

Pero sobre todo, las Mamás de Salas de Espera conversamos.

Les cuento a estas mujeres cosas que nunca contaría a mis amigos “regulares” con sus hijos “regulares” – por ejemplo, comentando cuánto odio cuando mis amigas regulares hablan sobre sus hijos regulares. Dicen cosas tales como “Ese tonto entrenador no le da suficiente tiempo de juego a Ben” o “Jesse está furiosa porque no puede invitar a todos sus amigos a su fiesta de cumpleaños” o “Llevé a Carly al nuevo restaurante japonés y me dijo que está enamorada!”

A veces me provoca gritarles en la cara a mis amigos. Estoy cansada de escucharles quejarse sobre las cosas que yo añoro. Estoy cansada de pretender que no estoy terriblemente celosa cuando alardean sobre todos esos hitos del desarrollo que yo no estoy atravesando.

Eso es. Estoy sencillamente agotada.

No quiere decir que mis amigos no son maravillosos. Me invitan a sus reuniones sociales, a pesar de saber que pocas veces puedo asistir y nunca reciprocar. Celebran conmigo esas pequeñas victorias, como el día en que mi hijo finalmente pudo comer algo con proteínas, después de años de irse en arcadas cada vez que lo intentaba. (Fue tocineta – ya lo sé, llena de sodio y nitratos, además, soy judía, pero… ¡bravo! ¡Comió proteína!). Escuchan pacientemente mis eternas quejas (así es, yo también me quejo) sobre el maestro que piensa que la conducta de mi hijo es oposicional, en lugar de ser producto de sus dificultades sociales y sensoriales. Mis amigos regulares son todo lo que los amigos regulares deben ser.

Pero las Mamás de Sala de Espera son mi salvación.

Una conversación de Sala de Espera va algo así:

Mamá 1: ¿Cómo anda Josh estos días?
Mamá 2: Bastante bien. Solo tuvimos dos llamadas del colegio esta semana.
Mamá 1. ¿Así que el “lugar seguro” (safe area) está funcionando?
Mamá 2. Si. Josh se retira a su silla especial cuando se siente sobrecargado. La maestra dice que está empezando a comprender lo que motiva sus estallidos. Por ejemplo, siempre se retira para su lugar seguro cuando los muchachos sacan los Legos para jugar.
Mamá 3: ¡Dios mío! ¿Josh también? ¡Kelsey tampoco resiste los Legos!
Mamás 2 y 3 (a la vez): ¡Es el sonido que hacen cuando los encajan!
(Todas en la sala de espera se ríen, en complicidad).

La comunidad de las salas de espera está poblada por mujeres increíbles. Una vez conocí a una MSE que se mudó hasta acá desde la China después de leer sobre la gama de opciones de tratamiento para autismo disponibles en nuestra ciudad. Ella y su esposo tuvieron que mejorar su inglés, encontrar casa y trabajo, sobreponerse a las diferencias culturales y agotar sus ahorros. Sin embargo, siempre tiene una gran sonrisa, mientras sostiene el aparato de comunicación de su hijo en una mano y a su bebé lactante en la otra. Se sentía tan agradecida de estar aquí que me hizo comprender lo afortunada que soy de tener tantos servicios en mi propio vecindario.

Una MSE particularmente chiflada me enseñó a no tomarme la vida con tan en serio. Una tarde, irrumpió en la sala de espera y dijo, “No me lo van a creer…” Aparentemente su hijo adolescente recientemente descubrió los placeres de la masturbación. La señora tuvo que ir a la escuela para reunirse y tratar ese tema. “No es el tipo de conversación que esperas tener cuando sueñas en ser madre. O sea, ¿cómo vestirnos para la ocasión?”, comentó mientras se reía. El personal del colegio tenía que vigilar a su hijo constantemente, o se escurría para dedicarse a esa actividad extra-curricular. ¡La imagen de esos maestros revisando cada baño en el colegio nos hizo reír hasta las lágrimas!

Cuando me siento abatida, pienso en la MSE que tiene gemelas con autismo; manejaba 60 millas a la semana hasta el programa de equitación terapéutica. Las niñas gritando y golpeándose durante todo el trayecto, pero tan pronto se montaban en sus caballos, eran la más pura imagen de serenidad. La MSE, frotándose las sienes y disparándose varias cápsulas de Tylenol, afirmó que era el mayor obsequio del mundo verlas tan felices… bien valía el ruidoso recorrido de ida y vuelta.

Hace algunos años, varias otras MSE y yo decidimos reunirnos –solo nosotras, sin los muchachos – en el “mundo real”. Luego de luchar por encontrar quien nos cuidara los niños, finalmente pudimos reunirnos en una taberna local. Hacía tanto tiempo que no salía de noche que me sentí como una adolescente saliendo a escondidas.

Inicialmente, fue medio incómodo. Sin nuestros hijos, no teníamos nada en común. Una señora era propietaria de una tienda y estaba muy activa políticamente. Otra manejaba una Harley y fumadora empedernida que tenía el vocabulario de un marinero. La tercera era una dama de sociedad, con un peinado muy bien cuidado. Y luego estaba yo, recientemente divorciada, una ama de casa acostumbrada a andar en sudadera.


Procuramos no hablar de cosas de mamá, pero no funcionó. Una conversación sobre los hombres y el sexo evolucionó en una discusión sobre por qué tan pocos padres asumen la guardia de sala de espera. Decidimos que todos esos años de acumulación de estrógeno en las salas de espera había creado un escudo protector invisible que repelía a los hombres.

Nos reímos mucho cuando nos dimos cuenta que todas habíamos debido disculparnos con al menos un amigo porque nuestro querido hijo le había dicho que tenía un aliento apestoso. Compartimos anécdotas sobre nuestros momentos estelares como madres. (La mía tuvo que ver con la primera vez que mi hijo me abrazó espontáneamente y me dijo que me quería. Tenía 11 años.) Expresamos nuestras preocupaciones secretas sobre el futuro: ¿Podrían nuestros hijos ser independientes? ¿Tener un trabajo? ¿Casarse? ¿Al menos mudarse algún día (por favor)? Antes de que nos diéramos cuenta, habían pasado dos horas. Disimulando bostezos, nos abrazamos y corrimos a casa.

De regreso en la sala de espera, juramos que volveríamos a salir, “pronto”. Nunca lo hicimos. Encontrar otra noche en que pudiéramos salir todas juntas resultó imposible. Entonces, una de las mamás desapareció. La cobertura del seguro de su hijo se agotó. Poco después, mi hijo fue expulsado del centro por incumplimiento. Mis días en la sala de espera terminaron abruptamente.

Ya no paso tanto tiempo en salas de espera. Mis hijos culminaron las terapias que me hacían acudir a ellas. Afortunadamente, me mantengo en contacto con varias de las MSE, quienes continúan constituyendo mi cuerda de salvación.

A las MSE que actualmente se sientan en esos sofás mohosos, envío mi cariño y admiración por su fortaleza y tenacidad. Deseo que encuentren esperanza y apoyo en esos oasis de espera que continúan nutriendo mi alma.

Bendiciones, Mamás de Sala de Espera por doquier.


Sobre la autora:
Cuando no está en alguna sala de espera, Mara Ansfield vive en Madison, Wisconsin, con sus dos hijos, ambos adolescentes dentro del espectro autista.

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