Soy hombre y yo también tengo depresión postparto

Empecé a hiperventilar y me escondí hecho un ovillo bajo el escritorio de mi despacho. Pude oír a mi jefe entrando y dejando el correo sobre la mesa. No sé si llegó a enterarse de que yo estaba ahí abajo mientras intentaba (en vano) contener la respiración agitada y las lágrimas que me brotaban.

No esperaba que el trabajo de mis sueños fuera así. Me estaba esforzando mucho por encontrar un equilibrio entre mis responsabilidades como editor de una revista y padre de dos niños pequeños, uno de ellos de menos de un año, pero sentía que estaba fracasando en mi objetivo.

Como era el único miembro del equipo con hijos pequeños, siempre me preocupaba que mis compañeros pensaran que mis hijos me estaban privando de buenas historias que narrar en la revista.

Pero cuando por fin pensaba que le había cogido el tranquillo a mi nuevo trabajo, llegaba otro correo electrónico con un nuevo problema que solucionar, y siempre me culpaba a mí por permitir que sucediera. Cada día desde que empecé mis andaduras como padre por segunda vez me ahogaba en mis responsabilidades. Cuando estaba con mis hijos, buscaba esos momentos en los que te das cuenta de que ha merecido la pena ser padre. Si no lo conseguía, me iba a la cama pensando que había decepcionado a mi familia por no ser un padre comprometido.

Cada pocos días sufría un ataque de pánico que me dejaba incapaz de salir de la cama. Me sentía inútil y no sabía cuánto más aguantaría si no podía estar ahí para mi esposa y mis hijos.

Los síntomas encajaban con lo que estaba experimentando: ira, desesperanza, sensación de distanciamiento de la familia, estrés laboral, culpabilidad por no estar suficientemente implicado en el hogar, etc.

A mi esposa le empezó a preocupar verme así. Esto estaba dañando nuestra relación y mi forma de hablar con nuestros hijos.

Según la National Alliance on Mental Illness, los hombres son menos dados a buscar tratamiento para su depresión debido a los estigmas que rodean la salud mental. Yo mismo era reacio, pero me pesaba más el no ser la clase de padre que quería ser. Así pues, acabé siguiendo el consejo de mi amiga y pedí cita con su amiga psicóloga.

Echando la vista atrás, me doy cuenta de que empecé ya con un muro a mi alrededor. Había leído historias de personas que han recibido diagnósticos incorrectos o que han sufrido efectos secundarios extraños por los medicamentos, y no quería que eso me pasara a mí, así que le proporcionaba a la psicóloga pequeños trocitos de mi vida para que tuviera algo que analizar y luego volvía a subir la guardia.

Lo hice tan bien que mi psicóloga dio por concluido su trabajo después de la sexta sesión. Eso sí, yo aún echaba de menos mi vida perdida de antes de tener hijos, cuando mi mujer y yo podíamos hacer lo que quisiéramos y viajar adonde nos diera la gana y cuando aún tenía tiempo para hacer deporte. Ahora tenía sobrepeso, estaba agotado, era pesimista y guardaba cierto rencor. Me vinieron a la mente todas esas películas familiares en las que el amor de los niños le acaban enseñando a un protagonista egoísta el sentido de la vida y pensaba: “Y una mierda”.

Y entonces llegó mi segundo hijo. Y ahí estaba yo el año pasado, hecho un ovillo bajo mi escritorio. Unos meses después, mi jefe me llamó por teléfono para decirme que acababa de perder el trabajo de mis sueños por los recortes de la pandemia. Cuando colgó, me sentí miserable y amargado, aunque, al mismo tiempo, me alegró tener tiempo para reevaluar mis prioridades.

Pero mi ansiedad nunca desapareció. Seguía enfadado y rencoroso. Me pasaba días en la cama paralizado por las emociones. Al final, con la determinación de salir de la pandemia siendo mejor que al principio, volví a buscar ayuda, esta vez con un consejero y con un psiquiatra. Y esta vez no me guardé nada. Por fin entendí que lo que había dicho mi amiga sobre la DPP-P era verdad y que tenía tratamiento.

Durante mi terapia aprendí a ser más abierto con mi esposa al hablar de mis sentimientos, algo que supuso un alivio importante para ambos. Al guardarme la ansiedad para mí, estaba causándole más estrés en vez de protegerla. Ahora volvíamos a ser un equipo y podíamos criar juntos a nuestros hijos. Como fui sincero con mi psiquiatra sobre mi miedo a medicarme, me recetó una dosis baja que acabó con mis ataques de pánico sin efectos secundarios.

Tal y como os puede decir cualquier padre, la frustración que causan ocasionalmente los niños nunca desaparece por completo. Sin embargo, mis hijos ya no me ven como alguien que está siempre enfadado o aislado. Me encanta pasar tiempo con ellos, ya sea columpiándolos, enseñándoles a batear o viendo una película juntos. Poco a poco, siento que me estoy convirtiendo en la clase de padre que aspiro a ser.

Intento sacar tiempo para mí para salir a correr y he empezado a pensar que esas películas familiares con protagonistas egoístas no son tan falsas como creía. A veces simplemente hace falta una pandemia para ayudarte a ver un final feliz.

Nunca he sido mucho de hablar de mi vida privada, pero conforme he ido escribiendo sobre mis experiencias, he descubierto que no soy, para nada, el único padre que ha pasado por esto. La DPP-P no es un diagnóstico muy conocido todavía, pero a medida que más padres hablen de lo que les sucede, más concienciada estará la gente sobre sus síntomas y más fácil les será a muchos recuperar la felicidad.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.

(Visited 1 times, 1 visits today)

Etiquetas ,