Mundos íntimos. La esclerosis múltiple no me impide vivir con intensidad ni tener planes a futuro

Esclerosis múltiple

Cada uno tiene lo que se merece” es la frase que le responde Antía, la hija de Julieta, a Ava, amiga de su madre y amante de su padre, cuando ella le cuenta de su reciente diagnóstico de esclerosis múltiple. Pasados unos años, Ava tiene un brote que le paraliza el lado izquierdo de su cuerpo y la vemos en el hospital, lúcida, joven, pero con la mano entumecida. En la siguiente escena, sin mediar ninguna explicación, Ava muere.

Hace unas semanas fui con mi papá al cine a ver Julieta, la última película de Almodóvar. Sabía, porque había leído algunas reseñas, que se trataba de una historia con fuerte contenido melodramático, pero al ser una película de un director transgresor y provocativo, pensé que lo trágico podía estar justificado por algún componente estético, crítico, o incluso humorístico, que llevara a los espectadores hacia la catarsis y la reflexión. No me sucedió nada de eso. Y a pesar de quedar encantada con los hermosos paisajes que se muestran, incluida Galicia, los Pirineos y los protagonistas, la película me dio una estocada en el corazón gratuita, que me dejó por días enteros triste, angustiada, paralizada.

Al salir del cine lloré como una nena. Le dije a mi papá que no me había gustado que Ava muriera. Tengo 29 años y hace tres fui diagnosticada de esclerosis múltiple. La EM es una enfermedad neurológica, crónica, de causa no determinada que afecta al sistema nervioso central y por eso puede alterar la habilidad de los nervios para conducir impulsos eléctricos desde y hacia el cerebro. Si bien se reconoce la existencia de factores genéticos, esto no es absolutamente determinante. En mi familia no hay rastros de esclerosis múltiple y tampoco es una enfermedad hereditaria. Hay algunos factores ambientales que influyen. Por ejemplo, en los países nórdicos, donde hay menos sol, la enfermedad es más común que en países cercanos al trópico en donde esta afección es muy poco frecuente.

Yo siento que vivo dando explicaciones. Cansa hacerlo, quizás, pero no queda otra opción. Cuando empiezo algún trabajo nuevo, siempre tengo que enfrentarme al momento de decirle a mis jefes o compañeros lo que tengo y, en general, no saben cómo reaccionar. No saben si voy a morir en dos semanas o si es igual a decirles que me tengo que sacar un lunar. A veces, por el nombre tan feo que tiene, bajan la mirada y en seguida cambian de tema. Pocos saben cómo acompañar porque no saben de qué se trata.

Mi tipo de esclerosis múltiple es conocida como “de brotes y remisiones”. Es la forma más común de presentación de la enfermedad, ya que el 90 % de los pacientes inicia su enfermedad con esta variante clínica. Hasta hace un tiempo no existía ningún tratamiento, pero en los últimos años se han desarrollado muchos medicamentos nuevos y muy eficaces.

El tratamiento precoz de esta variante clínica nos permite una buena calidad y expectativa de vida, según lo vienen demostrando las investigaciones que se realizan a nivel mundial.

¿Me voy a morir de esto? No. En contra de lo que muestra la película de Almodóvar, la esclerosis múltiple no es mortal en la enorme mayoría de los casos. Y si bien las nuevas terapias no son una cura, hoy es muy factible llevar una vida activa. Con calma, de manera organizada, pero se puede. Mi tratamiento actual consiste en ir una vez por mes al hospital para infundirme medicación. Y dos veces al año me hago controles que incluyen resonancias magnéticas y análisis de sangre. El resto de los días intento hacer una vida normal. Si hay algo que no puedo hacer sola, aprendí a pedir ayuda a mi pareja, amigos y familia. Y tengo proyectos a futuro: viajar, formar una familia. Y escribir.Tengo escrita una novela llamada Confluencia en donde, entre otras cosas, narro cómo es para mí vivir con esclerosis múltiple.

La esclerosis múltiple constituye una de las afecciones neurológicas más discapacitantes en los adultos jóvenes. Es común que se manifieste por primera vez entre los 18 y los 35 años, con una prevalencia de 3 a 1 en las mujeres por sobre los varones. En la Argentina se estima que 38 personas por cada cien mil la padecen. Y aunque va en ascenso, es un índice bajo comparado con España donde la prevalencia es tres veces mayor.

Si bien hay algunas campañas de difusión, se suele confundir esta patología con la ELA (esclerosis lateral amiotrófica) con la que comparte parte del nombre pero no mucho más. La ELA consiste en la muerte de las neuronas motoras, encargadas de los movimientos de todo el cuerpo y la cara que paraliza los músculos de manera progresiva. No existe tratamiento efectivo, pocos de quienes la padecen viven más de diez años luego de su diagnóstico. En la esclerosis múltiple el sistema inmune rompe la mielina, que es la vaina que protege a las neuronas y les permite funcionar adecuadamente controlando la sensibilidad y la motricidad, y produce pequeñas lesiones “desmielinizantes” en el cerebro y la médula espinal. En la actualidad existen muchos tratamientos eficaces para controlar al sistema inmune y evitar estas lesiones.

A pesar de haber vivido unos meses terribles entre que tuve el primer brote de la enfermedad, descubrí a qué se debía y me empezaron a medicar, vivo en pareja, trabajo, estudio, me río, voy a fiestas, puedo correr el colectivo y a veces hasta olvidarme de la enfermedad que tengo y planificar con mis amigos un viaje a caballo por la cordillera de los Andes.

Pero llegar a esto no es fácil. Hay días en los que me siento muy mal, no puedo levantarme de la cama del agotamiento físico que tengo o que al hacerlo me recorren sensaciones electrificantes por el cuerpo: rayitos, hormigueos, cuchillazos, puntadas, vibraciones, entumecimientos, son mis formas de clasificarlas. A veces duran solo segundos, pero otras convivo con estas sensaciones por largas horas. Nunca sé cuánto se van a quedar, si se van a profundizar o apaciguar y tengo que tomármelo con calma. Lo que siempre me ayuda es respetar mi cuerpo, descansar si me lo pide, parar si es necesario.

Los primeros síntomas llegaron un viernes a la mañana mientras me levantaba para ir a trabajar. Tenía la visión borrosa, como si me hubiera entrado algo en el ojo. No podía enfocar. Al salir de mi casa las sensaciones aumentaron. Mientras caminaba por la calle sentí que todo se movía a mi alrededor y que no podía determinar la dimensión real de mi campo visual. Dicté clases toda esa mañana, pero no comenté nada con nadie porque no sabía cómo hacer para explicar lo que me estaba pasando. Como la molestia persistía, esa tarde fui a una guardia oftalmológica, pero el médico me retó y me dijo que en la guardia no se recetaban anteojos. Le expliqué que yo ya usaba y que no iba para eso, pero no pude hacerlo sin llorar. Pasaron varias semanas, en las que iba al trabajo pero no hablaba con nadie. Si mis compañeros me preguntaban qué me pasaba, les decía que andaba viendo mal o que me dolía un poco la cabeza. Al tiempo me animé a consultar con un neurólogo.

Los síntomas seguían presentes y se agregaron otros como la pérdida de sensibilidad en el brazo derecho, hormigueos constantes en las piernas y debilidad general. Pero había encontrado la punta del ovillo para empezar a desenredarlo. El neurólogo me hizo una revisión clínica, en donde pude ver cómo una lapicera puesta en determinado ángulo se transformaba para mí en dos lapiceras. Magia. Otra vez lloré. El doctor me mandó a hacer resonancias magnéticas, estudios para analizar el nervio óptico, análisis de sangre y una punción lumbar. A los tres meses ya tenía el diagnóstico preciso y estaba siendo tratada contra los dolores de los primeros ataques y para la prevención de otros nuevos. Pero como de cualquier experiencia vivida siempre quedan cicatrices, las lesiones que tuve me producen diversas molestias cotidianas y mucha sensibilidad. Tengo un leve problema con el equilibrio, dolores en el brazo derecho, hormigueos en las piernas. Y con el calor todo se potencia. Mientras todos anhelan la llegada del calor, Buenos Aires en verano es para mí el peor de los infiernos.

Aunque cuesta, es crucial poder expresar lo que me pasa. Es difícil porque en apariencia me veo bien y no siempre tengo ganas de explicar lo que me sucede. ¿Cómo hago para que los demás se den cuenta de que una palmada en la pierna o una patada sin querer por debajo de la mesa me deja resonando el cuerpo como si yo fuera un diapasón? ¿Cómo hago para no perder el equilibro y golpear a alguien cuando tengo que pasar por el espacio tan pequeño que hay entre sus piernas y las butacas de cualquier cine? ¿Cómo ese hombre de traje que está sentado en el subte en hora pico puede saber que yo tengo una puntada en el brazo derecho, que me cuesta sostenerme en pie y necesitaría que me dejara el asiento? Soy joven, voy bien vestida y, por la hora, seguro vuelvo de trabajar. Tampoco puedo enojarme con él. Tiene un traje gris y un celular caro, pero estoy segura de que también él tiene algo que no se le nota: estrés, tristeza, colesterol alto, diabetes o un hijo que no lo quiere. Además no todos están dispuestos a escuchar los padecimientos del otro. La negación es un mecanismo de defensa muy habitualante lo desconocido o ante lo que no se puede aceptar.

–¡Ah, pero estás re bien!, suelo escuchar cuando alguien me ve después de varios años. Tal vez le contaron lo que tenía y enseguida me imaginó en silla de ruedas.

Quienes padecemos esta enfermedad sabemos que nos va a acompañar para toda la vida y necesitamos hablar sin tabúes. Al verme llorar a la salida del cine, en pleno proceso de recuperación de un ataque cardíaco, mi papá me contestó que imaginaba mi dolor, que él también había sentido una puntada en el corazón. Me reí por lo absurda de la situación, pensé por adentro “Tenemos más problemas que los protagonistas de Julieta”, pero la angustia continuaba. ¿Por qué un tipo inteligente como Pedro Almodóvar decidía tratar con tan poco respeto y tanta velocidad un tema como este?

Pedro Almodóvar cuenta que se inspiró en algunos relatos de la escritora canadiense Alice Munro y que quiso homenajear su forma de contar historias, basada en los silencios, lo no dicho y, agrego yo, el sufrimiento que esto le ocasiona a las personas. Pero cae en su propia trampa: en el juego por hacer un melodrama taquillero y conmovedor rompe el verosímil, se olvida de los espectadores que entendemos las diferencias entre ficción y realidad pero que –a pesar de merecerla– convivimos con esta enfermedad todos los días y hacemos lo posible por llevar una vida noble, sin estigmatizaciones ni tabúes.

Para eso es necesaria una correcta difusión de lo que conlleva cada enfermedad, en qué consiste, cómo se trata o se apacigua. Y cómo se puede vivir lo mejor posible con cada una de ellas. Las elipsis y los silencios tienen que servir en la estructura narrativa para contar mejor una historia, pero no para desinformar. Porque detrás de cada estereotipo hay miles de personas que los padecen.

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Inés Kreplak. Licenciada en Letras (UBA). Es docente en la Universidad de General Sarmiento y trabaja en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires. Editó la colección de narrativa argentina “Leer es futuro” y algunas antologías. Además es autora de libros de texto escolares y responsables de varios proyectos de promoción de la lectura y la escritura. Ahora mismo está por terminar de instalar una “Biblioteca al Paso” en algún lugar de la Ciudad de Buenos Aires. Considera su infancia, repartida entre General Roca y Buenos Aires, como la fuente de inspiración de varios recuerdos que plasma en sus poesías. Tiene una novela inédita, “Confluencia”.

 

Original.

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