Mi vida con VIH en la Ciudad de México

Laboratorio

La laboratorista se acercó a la sala de espera de la Clínica Especializada Condesa, donde el par de amigos aguardaba.

—¿Quién es Diego Ruiz? —preguntó ante los presentes.

—Soy yo, ¿qué sucede?

Diego respondió inquieto, pues la mujer no nombró a nadie más. Casi media hora antes, él y su amiga arribaron a la clínica para realizarse una prueba de Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y, minutos después, les tomaron muestras de sangre. Sentados, esperaban el resultado. Era jueves 3 de diciembre de 2015.

—Debo hacerte otra prueba, ¿puedes acompañarme?

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—No soy con quien debes hablar. ¿Vamos?

Diego caminó alarmado. No le decían qué sucedía. Un minuto después le extrajeron sangre por segunda vez en el día. Al salir del laboratorio, buscó a su amiga y, para calmar la ansiedad, salieron a fumar cigarros. Pasó un buen rato para que volvieran a llamarlo. A las siete de la noche le pidieron que pasara con la psicóloga.

—¿Quieres el resultado o platicamos? —preguntó la especialista.

—Quiero el resultado, por favor.

Ella volteó la hoja que tenía enfrente y soltó:

—Eres reactivo.

Diego sintió que las tripas se le contraían. Nervioso, comenzó a reír y, a los pocos segundos, no pudo evitar el llanto. Lo primero que se le vino a la cabeza fue: «¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo se lo digo a mi mamá y tías? Ya nunca tendré novio». Y después pensó en la repercusión social: ya era parte de una minoría y, a partir de ese momento, formaría parte de la minoría dentro de otra. «¿Qué diré a mis amigos y a las personas que en adelante conozca? ¿Cómo me voy a presentar?», se preguntó.

Tras ser un niño introvertido, salió del clóset en la adolescencia y pudo, por fin, hablar de sus preferencias sexuales. Durante años fue rechazado por ser homosexual y estaba seguro de que regresaría al mundo de la exclusión. Ahora existía otra razón.

En esto pensaba cuando la psicóloga alzó la voz.

—¿Diego? ¿Cuáles son tus dudas?

—No sé qué haré. Sé que no es curable y que los tratamientos son muy caros.

—No, no te preocupes, la medicina ha avanzado y el tratamiento es gratuito. No te vas a morir.

—¿Pero ahora qué hago? Dígame, por favor.

Ante la angustia de Diego, la psicóloga insistió en que nada iba a pasarle. Pero el muchacho de 27 años no se tranquilizó:

—¡Cómo no me voy a preocupar, si viviré con esto!

—¿A qué le tienes miedo? Con los antiretrovirales, probablemente tendrás una vida sana porque los antiretrovirales elevan las defensas.

—Pero temo a la gente en general. No sé cómo va a reaccionar mi familia. ¿Por qué a mí? Esto es muy raro, siempre me cuido.

—Bueno, quizá fue en un descuido, un condón roto.

—No, no.

Al otro día, Diego intentó recordar qué lo había llevado a esta situación. Después de un rato se acordó de un ex, con quien había terminado dos años atrás luego de un par de meses de relación. Era la única persona con la que sostuvo relaciones sexuales sin protección. Durante un par de años vivió con VIH y, en ese tiempo, jamás hubo algo que lo advirtiera.

Hacía tres años que Diego no se efectuaba una prueba y, cuando se dirigió a la clínica ese 3 de diciembre, estaba seguro de que el resultado sería negativo.

***

Mi cara me delató. «¿Cómo te fue? ¿Qué tienes?», preguntó mi mamá, angustiada. Tras recibir la noticia de que soy portador de VIH, esa noche regresé a casa y recordé que en la tarde le había escrito para informarle que me haría una prueba. Me armé de valor e informé a ella y a mis tías sobre lo que me había enterado un par de horas antes.

—Tengo que hablar con ustedes —comencé y tomé aire—. Soy VIH positivo.

Se echaron a llorar. Decían: «¿Qué vamos a hacer? No queremos que te mueras». Unos 25 años atrás, un primo de mi mamá había muerto a causa de VIH/sida. El virus las asustaba. Pensaban que no sobreviviría y me ocurriría lo mismo: bajaría de peso y mi aspecto se deterioraría. Les expliqué lo que me indicaron en la clínica y sintieron, como yo, un poco de alivio.

Cinco días después me entregaron la prueba de confirmación.

Diciembre fue de total depresión. «De ahora en adelante, seré la persona enferma. El apestado», pensaba todas las noches y no podía dormir.

A los pocos días comencé el proceso para someterme al tratamiento. Fue una semana intensa de citas médicas y burocracia. Como no tengo seguro, fui al IMSS e ISSSTE a recabar las firmas que lo comprobaran. Así podrían atenderme en la Condesa. Yo nunca recibí un trato despectivo, pero amigos me han contado que funcionarios de estas dos instituciones no disimulan gestos de desagrado cuando se enteran de que están frente a una persona con VIH.

En la clínica me realizaron estudios generales, análisis de sangre y orina, con el propósito de detectar alguna otra enfermedad o padecimiento y determinar qué antirretrovirales tomaría.

Yo tenía programada unas vacaciones en Acapulco con mi amiga y su familia pero, como estaba deprimido, no quería saber nada de nadie. Finalmente, mi amiga me convenció de ir. No fue buena idea: ahí pasé uno de los peores días de mi vida. Una noche de finales de diciembre, salí a caminar. Ver la felicidad de los demás me dio envidia, pues yo era desdichado. No me desconectaba de esta situación, todo el tiempo pensaba en lo mismo y me compadecía. Y así fue durante varias semanas.

El 7 de enero me informaron que no corría peligro. Mi CD4, es decir, los linfocitos a los que ataca el VIH, estaba es 390, un número estable. Mi carga viral salió de 51 mil, que suena escandaloso, sí, pero es poco si tomamos en cuenta que el nivel de otras personas es de 10 millones. Mientras las defensas no bajen de manera alarmante y la carga viral no se eleve, me explicaron, no hay riesgo de enfermedades. Si ocurre lo contrario, el virus avanza y las cosas se complican.

El médico me iba a recetar atripla, una pastilla que contiene tres antirretrovirales: efavirenz, emtricitabina y tenofovir. Pero como esa medicina puede causar mareos y yo tengo problemas de sueño, era peligroso. Finalmente, me recetaron otros tres y me aconsejaron tomarlos antes o después de los alimentos: trubada, norvir, reyataz, los mismos que tomo desde enero, todos los días. Algunas advertencias fueron que no puedo comer toronja ni ajo en exceso, pues ponen el riesgo el tratamiento, y bajo ninguna circunstancia debo consumir hierba de San Juan. Su combinación con los medicamentos es peligrosa, puede ocasionar convulsiones.

El médico me explicó que algunos efectos secundarios podrían ser náusea, vómito, diarrea y mareo. «A lo mejor padeces uno, todos o ninguno. Será en lo que tu cuerpo se acostumbra a los antirretrovirales», dijo. Ese mismo día comencé el tratamiento y padecí todo lo que me advirtieron. La diarrea fue lo peor. Quería vomitar y no vomitaba. Y así fue durante un mes, pues antes de recibir el diagnóstico mi vida no era la más saludable. Aunque nunca fui demasiadas fiestero, me emborrachaba los fines de semana. Tus antecedentes juegan cuando comienzas un tratamiento de este tipo.

Después de la cuarta semana me sentí mejor. A la siguiente estaba como si nada, como si un milagro hubiese ocurrido.

Los antirretrovirales alteran el cuerpo, claro. A la larga lo deterioran, pero no de inmediato y ni siquiera 15 años después. Y si la alimentación es buena y no te excedes, es difícil que causen daño considerable. Los médicos no me prohibieron beber, sólo dijeron que fuera más precavido. Afortunadamente, no he tenido problemas.

Como mi cuerpo asimiló bien el tratamiento, en abril la doctora me avisó que ya no era necesario acudir cada mes a una cita médica: «Vas bien, no tienes problemas de salud, te veo cuando vengas a realizar tus próximos análisis o si te sientes mal». Me entregó una receta para tres meses. Desde entonces sólo voy por los medicamentos, cada 30 días. En la clínica siempre hay muchísimas personas. Van a citas mensuales quienes no se adaptan al tratamiento y siguen en observación. No todos lo asimilan.

***

Los tres hermanos compartían habitación y ese día ésta parecía un escenario de guerra. Ante el desorden, su papá les ordenó colocar cada cosa en su lugar. Diego, de ocho años, levantó algunos zapatos y esa acción enfureció al padre de familia.

—¡Pareces niña, no los cargues así, maricón! —vociferó.

Ese tipo de regaño era cosa de todos los días: «¡Actúas como niña, maldito puto!», reprendía el papá. Diego se cuidaba de no actuar de una manera que él considerara femenina, pues de inmediato recibía golpes e insultos.

En la primaria no era la excepción. Los compañeros le gritaban maricón, marica, joto. Una vez en el recreo, seis de ellos golpearon su cabeza con una pelota. Como en casa y escuela recibía agravios, concluyó que sí, su comportamiento no era correcto. No podían gustarle las personas con pene. Las relaciones eran entre hombres y mujeres.

Diego no hablaba con nadie sobre sus preferencias. Por eso se atormentaba: «¿Por qué me pasa esto? Mi papá nunca me va a querer». Quería aprender música, violín, piano, y él lo obligaba a jugar futbol.

Su papá fue su peor enemigo. Gracias a él padeció uno de los rostros más crueles de la homofobia.

Cuando sus padres se divorciaron, su mamá, hermanos y Diego se instalaron en la colonia San Rafael, en la Ciudad de México, después de una temporada en Aguascalientes. Ese cambio le sirvió para comprender que las personas que lo atormentaron durante tanto tiempo estaban equivocadas. A los 16 años fue novio de un chavo de su edad, pese al miedo a salir a la calle y tomarse de las manos. Como se sentía solo porque no hablaba con nadie sobre su vida, le reveló a su prima que era gay. Ella no guardó el secreto. Se lo contó a su mamá y, a los pocos días, toda la familia sabía.

Mamás y tías lo presionaban para que saliera del clóset: «Te amamos, no pasa nada. Queremos saber qué pasa», insistían. Antes, Diego no se confesaba por temor a su papá. Se había quedado con la idea de que los demás lo rechazarían.

Ahora, las cosas habían cambiado. Con el tiempo, lo habló abiertamente y, gracias a eso, se liberó. Ingresó a estudiar Diseño y Comunicación Visual en la UNAM, comenzó a salir con amigos y conoció a otros gays.

***

Ante la reciente noticia, Diego y su familia vivían en la desdicha, lloraban constantemente y se alimentaban de esa negatividad. Un día, las palabras de una tía lo sacudieron.

—¿Qué le vamos a decir a la gente?

—¿A qué te refieres?

—Sí. Cuando se te empiece a caer el cabello y te veas mal, ¿diremos que tienes cáncer?

—No, espera, no se me va a caer el cabello y no me voy a ver mal. Y además, yo decidiré si se lo cuento a los demás.

Diego comprendió que habían entrado a un círculo vicioso depresivo y, para calmar a su familia, se obligaba a sonreír. Aunque ya estaba seguro de que su salud no se quebraría, el estigma social seguía ahí, pero al poco tiempo comprendió que era algo que no podía exterminar. Más valía terminar con la situación que arrastraba a sus seres queridos.

En febrero acudió a checar su CD4 y carga viral. Como los números se mantuvieron, se dio ánimos. Tantos, que hoy se dedica a la prevención del VIH vía un canal en YouTube, con el nombre Diegoork Ruiz.

El proyecto comenzó en abril, cuando hizo a un lado sus preocupaciones. El primer video lo grabó en marzo y en él contó el momento en que le dieron la noticia, todo lo que eso desencadenó y lo difícil que había sido aceptarlo. Como durante esos meses se sintió solo, deprimido y desinformado, se le ocurrió que sería genial que otros no pasaran por lo mismo. Pero temía difundir la grabación: no quería que lo juzgaran y discriminaran. «Además de puto, sidoso», imaginaba que dirían.

Cuando por fin se animó, la respuesta, al contrario de su pronóstico, fue positiva. El primer video —de ocho hasta ahora—, posteado el 24 de abril, causó impacto y hoy tiene 130 mil vistas y mil 438 comentarios, la mayoría de apoyo, aunque no faltaron las opiniones tipo: «Que tengas sida es tu culpa. No quieres ayudar, sino llamar la atención». Ese mismo día le llegaron decenas de correos de personas solicitando su ayuda para resolver sus dudas sobre el VIH.

El video también lo publicó en una página que creó en Facebook, con el mismo nombre de perfil que en YouTube. Los amigos y familiares que no sabían que es VIH positivo, se enteraron en ese momento.

Aunque algunos le retiraron la palabra un tiempo, cuando vieron que su vida continuaba como siempre, volvieron a frecuentarlo. Diego afirma que para ellos también fue difícil asimilarlo.

***

Tras un proceso de aceptación y de compromiso para colaborar en la promoción del sexo con protección, Diego lamenta que no existan campañas de prevención masivas, o anuncios constantes en televisión nacional.

Apenas a mediados de junio, el subdirector del Programa de VIH/Sida de la Ciudad de México, Steven Díaz, informó que, en los últimos cuatro años, los casos nuevos de VIH han aumentado entre seis y 14 por ciento. En 2015, dijo, se detectaron tres mil 400 nuevos portadores. «La cifra podría incrementarse», afirmó.

El funcionario detalló que el grupo más afectado es el de hombres que tienen sexo con otros hombres y el segundo con alta prevalencia son las mujeres transgénero, pues, indicó, esta última población «es más vulnerable a estigmas y discriminación de manera constante en diversos lugares de la capital mexicana».

El aumento de los casos se debe a que cada año se realizan entre 20 y 40 por ciento más de pruebas.

***

Hace un año no conocía a alguien que viviera con VIH. O sí, pero lo ignoraba: tras publicar el video descubrí que varios amigos lo portan desde hace dos, cinco o más años. Me confesaron que no se atrevían a decirlo, por pena. También me enteré de que algunos no se lo han informado a sus parejas, aunque conviven con ellas desde hace años. Temen al rechazo.

En mi caso, decidí que, si salía con alguien, no lo ocultaría. Pero no sabía en qué momento lo revelaría, ¿en la primera cita? ¿Y si me rechazaban? Si lo dejaba para después, correría el riesgo de que se molestaran.

Tras superar la situación, salí con tres chicos y no se los oculté. El primero me agradeció la honestidad y agregó: «Ahí nos vemos, esto es mucho para mí». El segundo me llamó valiente y me dijo que quería continuar la relación. Al otro día me mandó un mensaje: «No sé mucho de este tema, me da miedo, te envío luz, amor. Después nos vemos».

El tercero fue mi novio durante tres meses. Bueno, pues comprobé que el VIH no me va a dejar sin amigos ni pareja. Y creo que mi proyecto puede ayudar a otras personas. Me mantiene ocupado. Edito los videos, respondo los mensajes de quienes me piden guía, que no saben incluso dónde hacerse la prueba. A diario me llegan decenas de dudas, y puedo presumir que al menos 10 personas de las que me han buscado ahora están en tratamiento.

Gente VIH positiva me ha escrito: «Ahora que sé que me voy a morir…» Y no. Yo pensaba que viviría con padecimientos y enfermedades. Ignoraba que podía tener una vida convencional. Me equivoqué. Continúo cocinando, veo animes, le doy buen tiempo a los videojuegos y escucho a Björk, como siempre.

Hoy, gracias a esos avances, las cosas son diferentes. Existe el PrEP, por ejemplo, una pastilla que, si la tomas a diario, puede prevenir el VIH. El problema es que no hay difusión, prevención, nada.

En Grindr, la aplicación de ligue gay, también resuelvo dudas. Cada que me conecto me llegan decenas de preguntas: ¿cómo supiste?, ¿dónde me hago la prueba?, ¿son caras las pastillas?, ¿dónde iniciaste tu tratamiento? y, sobre todo, ¿cómo te contagiaste? Otros me felicitan. Algunos más se confiesan: «también soy positivo, salgamos». Personas me han afirmado: «el VIH no existe». Hay de todo. El otro día iba en el Metro y dos tipos de unos 40 años me observaban. Llevaba los audífonos puestos pero, como alzaron la voz a propósito, escuché que decían: «Es el putito del video».

Ni modo. Este tipo de cosas suceden todo el tiempo y no desaparecerán.

Mi única certeza es que quiero seguir con este proyecto y, en algún momento, fundar una ONG para ayudar a quienes viven con VIH y difundir la protección. En 2016 la desinformación impera, no se sabe que puedes tener una relación sin problema con una persona portadora.

Varios me han dicho que le resto importancia al virus, pero no es así. Ojalá pueda contribuir a que muchos se protejan y no pasen por lo que mi familia y yo pasamos. Ese es mi propósito.

 

Original.

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