Leer y escribir en Shanghai: entre masajistas ciegos y cultores de la poesía efímera

China

El día que llegué a Shanghai, dejé las valijas en el departamento y salí a conocer el barrio; a la vuelta compraría algo de fruta, tofu, té, galletas. Invitada por la Shanghai Writer´s Association para escribir durante dos meses, mi plan era corregir la novela y avanzar también con El tejido de la seda, un librito que escribo en los viajes. En el hall del edificio, me hablaron de los masajistas ciegos. Me dijeron que son artistas de leer con las manos el cuerpo. Que por tradición legan su saber a los más jóvenes formándolos en la lectura de órganos, articulaciones, y también en el alivio del dolor y el sufrimiento.

Era extraño que la guía en español, que los recomienda, no dijera su ubicación. En teléfono, busqué algún dato en internet; nada. Alguien me aseguró no estaban lejos de allí, sin embargo esa tarde no los encontré y después de una hora decidí volver y organizar la casa.

Al día siguiente salí temprano. Me siento cómoda recorriendo las calles de países en los que no entiendo el idioma, y entre personas que hablan una lengua que no entiendo; nunca termino de explicarme ese placer. A pesar de que era mi primera vez en China, las personas y los lugares me resultaban cercanos. Tal vez todo fuera por la poesía china que había releído tantas veces en los últimos años. O por el I Ching, que los chinos casi no consultan ya pero que algunos argentinos leemos con fruición. O porque hace unos años investigué sobre las mujeres chinas de pies rotos, que incluí en uno de mis libros, o porque había leído sobre el nu shu, un idioma creado por las mujeres a las que se les prohibía aprender a leer y a escribir y que lo bordaron en secreto sobre cortinas, sábanas, ajuares.

No, no me daba miedo buscar algo que no sabía bien qué era ni dónde estaba, en un país cuya lengua me era ajena. En China hay lugares de masajes en cada cuadra. Entré a todos, a los más caros y económicos, lujosos y modestos. Busqué a los masajistas ciegos en las avenidas y en las laterales, me alejé del centro y busqué en los suburbios.

Después de unas horas le mandé un mensaje a mi directora de beca; Peihua me respondió que había oído hablar de ellos pero no sabía dónde estaban. Consulté en el piso de medicina china de las farmacias, sólo en una los conocían pero nadie sabía dónde estaban.

La empleada me recomendó un lugar y anotó una dirección, hizo énfasis en que eran los mejores, pero también en que no eran ciegos. Me rendí. Quise volver al departamento pero ya no sabía ni dónde estaba. Perdida por perdida, disfrutaría lo que quedaba del día; me olvidé del asunto y caminé sin rumbo. Después de diez minutos, me topé con lo que buscaba. En el lugar había siete masajistas chinos. Tomé sesión ese mismo día, ahora no me acuerdo cómo hicimos para entendernos pero sí que el idioma no fue un problema.

En qué lenguaje estará escrita la historia en nuestros cuerpos; cómo harán los otros para descifrarla, encontrarle un sentido; cómo se leerán las inscripciones que hacen las lenguas en un hígado, las rodillas, el corazón. Hay tanta intuición en la lectura ciega; tanto saber; pura energía concentrada en las manos para que recuperemos un eje que no sabíamos perdido, recobremos un centro propio y volvamos a nosotros.

Los maestros de Di Shu son calígrafos que escriben poemas sobre el piso de los espacios públicos. Usan pinceles de mango largo y cerdas abundantes que embeben en agua. En los majestuosos parques, los chinos bailan, pasan horas con sus juegos de mesa, hacen tai chi, tocan instrumentos, cantan. Mientras tanto, los calígrafos escriben sus piezas únicas. Es una escritura social, siempre se escribe en lugares públicos, aunque es muy frecuente que las personas los ignoren y pasen caminando sobre los signos, que los niños los atraviesen corriendo. El di shu es, también, una búsqueda individual, subjetiva y exige una gran concentración. Es una escritura efímera, fugaz, se evanece en pocos minutos. Cuando el sol cae de lleno sobre los signos, o la brisa corre baja, el poema se evapora aún más rápido. El maestro Wenye Pu llega cada mañana al Fuxing Park y se instala cerca de unos árboles frondosos, a pocos metros de una pérgola muy extensa por la que trepan flores rosadas y blancas. Me gustaba contemplar al maestro escribiendo, aunque me provocaba cierto desasosiego cuando los signos empezaban a disolverse y se difuminaban.

Una mañana, no bien terminó de escribir el poema, Wenye Pu me invitó a acercarme. Lo contemplamos juntos por unos instantes y luego el maestro me preguntó si yo escribía. Hablamos también sobre la poesía china. Le dije que me gustaba mucho Li Po y me sorprendió que no lo conociera. Dijo que para él, Li Bai era el poeta más importante y anotó el nombre en mi libreta. El aire caluroso del mediodía empezó a borrar los signos. Quise irme antes de que el poema terminara de disiparse para siempre. Wenye Pu me pidió que al día siguiente le llevara un poema mío. Esa noche busqué en internet la poesía de Li Bai, y descubrí que en occidente lo escribimos Li Po. Al otro día nos reímos con el equívoco y nos alegró saber que el mismo poeta nos había acompañado a los dos en diferentes hemisferios. Wenye Pu recitó una poesía de Li Bai/Li Po y después me extendió su mano.

Le alcancé entonces mi libreta abierta en la hoja en la que había escrito El sol detrás del limonero, en castellano, y también en la traducción al inglés de Andrea Labinger, desde la cual, Wenye Pu lo tradujo al chino oralmente, luego lo pasó a un papel y después tomó su pincel, lo embebió en agua y escribió el poema sobre las baldosas del Fuxing Park.

Cuando los signos empezaban a borrarse, yo estaba todavía allí. El di shu nos recuerda el grado más precario de la escritura. Vi cómo el poema se esfumaba, cómo El sol detrás del limonero se disgregaba a nuestro alrededor. Sí, el lado frágil de la escritura, pero también la posibilidad de sentir la poesía que se condensa en los soplos y en los granos del aire.

 

 

 

Original. 

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