Diagnósticos tardíos, el tormento de la discapacidad

El cerebro es un doctor de sí mismo, y eso es un fenómeno sorprendente que concede la naturaleza a la especie humana. Si una niña o un niño nace con alteraciones estructurales o fisiológicas, es muy probable que en su cuerpo ya exista una discapacidad intelectual y/o motriz. Pero como el cerebro es capaz de verse y entenderse a sí mismo, al inicio de la primera infancia el sistema nervioso central se adaptará para reducir tanto como sea posible esas alteraciones y de ese modo mitigar su efecto: la discapacidad. Eso se llama “plasticidad cerebral”: la facultad del cerebro para transformarse y curar sus propios males.

Pero el cerebro no lo puede hacer todo en soledad. La plasticidad cerebral, ese movimiento vertiginoso para resolver problemas urgentes, necesita apoyo. Las neuronas requieren hacer sinapsis, conectarse entre ellas para que podamos pensar y movernos, los grandes atributos humanos.

El problema es que cada día mueren 10 mil neuronas (por un proceso natural, así nos ocurre a todos), pero además mueren las neuronas que no fueron activadas. Es decir, si ningún pediatra, médico rehabilitador o maestra activó las neuronas de un niño con discapacidad en los primeros meses o años de vida, las sinapsis serán escasas porque muchas neuronas murieron por inacción. Por lo tanto, serán menores las capacidades físicas y cognitivas que desarrolle el menor con discapacidad. Y eso es irreversible.

De ahí que sea tan valiosa la detección temprana de la discapacidad. Si un pequeño con parálisis cerebral o discapacidad intelectual no es diagnosticado, y pasan años para que un médico diagnostique el problema, se habrá perdido un tiempo riquísimo para su progreso físico y mental, y por ese motivo, para su inclusión en la sociedad.

El trabajo de Guadalupe Maldonado, directora desde hace casi cuatro años de la Asociación Pro Personas con Parálisis Cerebral (APAC), es dar, a través de esa Institución de Asistencia Privada (IAP), servicios de salud, educación y rehabilitación a gente con parálisis cerebral y discapacidades afines. En sus 46 unidades esa es una labor retadora, pero que se vuelve mucho más ardua por la debilidad del Estado mexicano en la detección temprana.

“En los primeros años de vida -dice- los niños aprenden todo por la plasticidad cerebral: esa etapa es clave en los hitos del neurodesarrollo que marcan su madurez cognitiva, fisiológica y social, el desarrollo de habilidades”. 

¿Cómo está México en el diagnóstico temprano? 

En general, las discapacidades se detectan tardíamente -no antes de los tres años-: los papás se la pasan deambulando desorientados. En APAC nos suelen llegar a los seis años de edad: ya se perdieron años para aplicar una rehabilitación integral. Y nos ha llegado gente de 19 años sin diagnóstico. Los papás dicen “algo tiene y no sé qué es, nadie me lo dice”. En promedio, el rezago de atención es de seis a nueve años.

Eduardo Barragán, jefe de Neurología en el Hospital Infantil de México Federico Gómez (HIMFG), recibe en su jefatura 14 mil consultas anuales por parálisis cerebral infantil (el niño no puede mover el cuerpo o una parte), autismo (deficiencias en la comunicación) y discapacidades cognitivas. La institución enfrenta una desgracia: sus procesos terapéuticos, reforzados por la investigación científica que ahí se realiza, no alcanzan su potencial si los pacientes que llegan ya entraron a la adolescencia. “Ha avanzado la tecnología de terapias para mejorar capacidades de los chavitos, pero funcionan si se aplican muy a tiempo. Recibimos chicos con varios años de retraso en el diagnóstico –admite-. Arrastran problemas de aprendizaje desde los 5 años y llegan al hospital en la Secundaria, con la mamá angustiada porque no aprende, cuando después detectamos (mediante estudios electrofisiológicos) que era discapacidad intelectual. Ese retraso impacta en lo que puedes trabajar con ellos. México está muy atrasado en la detección temprana de la discapacidad”. 

Si reciben adolescentes, ¿pueden progresar?

Muy difícil. Llegan arrastrando su discapacidad, más el impacto social, familiar, emocional. Y en la adolescencia se consolidan cerebralmente procesos que son modulables, pero en los primeros 10 años

Las discapacidades neurológicas no son un territorio ambiguo. Los países desarrollados tienen protocolos de diagnóstico basados en realidades concretas: las discapacidades motrices se detectan a los meses de vida, las del lenguaje desde los dos años, las cognitivas en la escuela y la parálisis cerebral a los tres meses.

El Tercer Informe de Labores de la Secretaría de Educación Pública es revelador: ayuda a entender la detección tardía de la discapacidad. De los 571 mil infantes desde seis años con discapacidades que son parte de la Educación Básica, 137 mil están diagnosticados según sus “áreas”: ceguera, baja visión, sordera, hipoacusia, discapacidad motriz y discapacidad intelectual. ¿Y los otros 434 mil niños? La SEP los considera con “otras condiciones”. O lo que es lo mismo, tienen algo, vaya a saber qué. Nada menos que el 76% vive una discapacidad sin nombre porque no hay diagnóstico. Y sin diagnóstico es inconcebible un tratamiento médico ni de rehabilitación, ni una educación orientada. Imposible también una política eficaz si ni siquiera se sabe qué padecen los menores.

¿Cómo está México en políticas públicas para este grupo de la población?

pregunto a Guadalupe Maldonado, titular de APAC, organismo fundado en 1968.

Original.

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