¿Antidepresivos para la depresión? Revive el debate

Durante los últimos cuatro años, los días de una vecina de mi mamá han comenzado con un café. Se lo toma caliente, negro y sin azúcar, mientras fuma un cigarrillo y revisa que sus gatos tengan comida. Después va al baño, se echa un poco de agua en la cara, abre la cómoda y se toma una pequeña pastilla blanca de 20 miligramos (mg). Se cerciora de que haya más: revisa la caja, cuenta que tenga para la siguiente semana. Si no, le escribe a su hijo: “Ya se me acabó la paroxetina. Tráigame más cuando pueda”.

Desde que murió su padre en 2018, la vecina de mi mamá toma paroxetina, un fármaco antidepresivo que le recetó un psiquiatra cuando ella le contó que lloraba todos los días, que no podía dormir y no sentía ganas de vivir. “Tiene depresión”, escuchó a sus 55 años. Desde entonces repite la palabra y se toma la pastilla, religiosamente. No ha vuelto al psiquiatra, nunca ha ido a terapia, pero dejó de llorar, ya duerme mejor y dice que se siente bien. Está convencida de que es por la pastilla.

La paroxetina es un medicamento que, básicamente, aumenta la cantidad de serotonina en el cerebro. Como él hay otros como el escitalopram (Lexapro), citalopram (Celexa) o uno de los más famosos, la fluoxetina (Prozac). Millones de personas en el mundo los usan desde que aparecieron los primeros en la década de 1970. Solo en Estados Unidos son la tercera clase de medicamentos más recetados, según la FDA. Pero la ciencia y el consenso sobre ellos no son tan certeros y seguros como la fe que afirma tenerles la vecina de mi mamá.

Hace un par de semanas la revista científica Molecular Psychiatry publicó un estudio que retomó para cuestionar una vieja idea de la psiquiatría mundial: que la depresión es el resultado de un “desorden bioquímico del cerebro”, en el que la serotonina es un elemento clave. Esta es una sustancia química que conecta neuronas entre sí. Aunque no es su única función, es común que se le llame la “hormona de la felicidad”, pues parece ser clave para regular y equilibrar el estado de ánimo y las emociones de los seres humanos.

De ahí viene su aparente relación de causalidad con la depresión, una teoría que, asegura el grupo de científicos liderado por Joanna Moncrieff y Mark Horowitz, del University College London (Reino Unido), autores del reciente estudio, ha servido como “importante justificación para el uso de antidepresivos” como la paroxetina. Tras una revisión sistemática de investigaciones sobre el tema que se han publicado en el mundo durante los últimos 10 años, Moncrieff y su equipo concluyen que no hay evidencia convincente de que la depresión esté asociada o sea causada por concentraciones o actividad más bajas de serotonina.

Moncrieff, una reconocida psiquiatra y académica británica, también crítica del tratamiento farmacológico, cree que, además de no tener suficiente evidencia, considerar la depresión como un “desorden bioquímico” no ayuda a reducir el estigma de las personas que la sufren: “Hay evidencias de que las personas que creen que su propia depresión se debe a un desequilibrio químico son más pesimistas sobre sus posibilidades de recuperación”, escribió en The Conversation, un medio de origen australiano editado por periodistas científicos y académicos. Sus palabras le han dado la vuelta al mundo y han suscitado gran debate.

El papel de la serotonina

El vínculo entre la depresión y las sustancias químicas del cerebro, como la serotonina, es de vieja data. Surgió a inicios de la década de 1950 como un accidente. Un grupo de médicos que trataban la tuberculosis en el Hospital Sea View de Staten Island, Estados Unidos, observó un cambio en el estado de ánimo de sus pacientes después de usar el fármaco iproniazida. Siddhartha Mukherjee, médico oncólogo y divulgador científico, cuenta en The New York Times que los periodistas que visitaron este centro días después encontraron pacientes de rostros felices que jugaban a las cartas.

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Tras ese encuentro fortuito, psiquiatras y farmacólogos investigaron y adoptaron la tesis de que el cerebro está sumergido en una piscina de químicos, y que la depresión (pero no solo ella) se debe a ellos. Esa tesis es la que critica Moncrieff en su estudio y amplía en The Conversation: “Es importante que la gente conozca que la idea de que la depresión se debe a un desequilibrio químico es una hipótesis. Y que de momento ni siquiera entendemos qué pasa exactamente en el cerebro cuando los antidepresivos elevan temporalmente la serotonina”.

Los pacientes, continúa Moncrieff, “necesitan toda esta información para tomar decisiones informadas sobre si no consumen estos fármacos. Con los datos que tenemos, es imposible asegurar que tomar antidepresivos vale la pena. Ni siquiera podemos afirmar que sea completamente seguro”. Son esas dos últimas conclusiones -que no son seguros y que no funcionan- las que han despertado las mayores críticas de los colegas de la británica.

“Es imposible, desde el punto de vista de la neurociencia, que exista alguna función psicológica que no sea resultado de un proceso químico en el cerebro. Por eso cualquier alteración química del cerebro se traduce en algún cambio mental, cognitivo o psicológico”, explica Karen Corredor, doctora en psicología, investigadora en neurociencias y miembro de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Para Corredor, la conclusión sincera del artículo no debería ser que la hipótesis de la serotonina está equivocada, sino que existen tipos de depresión que no son dependientes de la serotonina.

Ese es un comentario que se ha repetido, de diversas maneras, en agencias e instituciones de investigación consultadas por medios internacionales. En The Guardian, por ejemplo, el doctor Michael Bloomfield, psiquiatra y principal investigador clínico del University College London, puso un ejemplo que lo explica claramente: “Muchos de nosotros sabemos que tomar paracetamol puede ser útil para los dolores de cabeza, y no creo que nadie piense que los dolores de cabeza están causados solo por la falta de paracetamol en el cerebro. La misma lógica se aplica a la depresión y a los medicamentos utilizados para tratarla”. En Reino Unido las autoridades han llamado a los pacientes a no dejar de consumir sus medicamentos y a consultar con sus psiquiatras si tienen dudas.

¿Y si hay que combinar?

Hay conceptos en los que parecen concordar la gran mayoría de científicos, incluida Moncrieff. El primero es que la ciencia desconoce mucho del funcionamiento de la neuroquímica cerebral, una materia que lleva “apenas” 70 años de estudio. Por ende, tampoco sabe con mucha precisión cómo se ve y funciona el cerebro de una persona deprimida. Hay certeza, sin embargo, de que esta es una condición multifactorial y que la depresión no es una, son varias y diversas.

“Creo que los investigadores de ese tipo de artículos no ven pacientes en consulta. Porque a mí tampoco se me ocurre pensar frente a una persona que su depresión es por la serotonina. Eso es ridículo. Lo que uno ve es que son múltiples factores que influyen en que aparezca la depresión: condiciones genéticas, sociales, económicas, rasgos de personalidad, educación y habilidades emocionales. No se puede minimizar a una sustancia una enfermedad compleja y con tantas aristas”, señala Antonio Toro, psiquiatra y docente de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Para Toro, no todas las depresiones necesitan medicación, pero las que así lo requieren también necesitan terapia.

El uso de medicamentos antidepresivos ha funcionado, sostiene Toro, y agencias de salud como la FDA o la británica (la MHRA), pero no son la única solución y no les sirve a todas las personas de la misma manera. Se tiene que evaluar caso por caso. “Hay depresiones de tipo leve, moderada o grave que dependen de la capacidad de resiliencia o psíquica del paciente. Si una persona tiene una depresión leve con poca capacidad de respuesta o adaptación, esta puede requerir medicamentos y terapia. Hay depresiones que llamamos mayores que pueden tener síntomas psicóticos, incluso ideas de muerte muy estructuradas”, explica David Fernando Aguillón, coordinador médico del Grupo de Neurociencias de Antioquia.

Para estas últimas (las depresiones mayores), la sola terapia tal vez no basta. “La terapia tiene sus límites y un profesional responsable debe explorar también causas fisiológicas. Una de las frases que más me marcaron en mi formación es que no se le puede hacer terapia a un tumor. Hay que entender, también, qué otros eventos fisiológicos han derivado en el motivo de consulta del paciente”, agrega la doctora Corredor. No hay lógica, señala, en intentar atender algo con las herramientas incorrectas.

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