Un par de ojos en un mundo de ciegos

Saramago

Un día cualquiera, en una ciudad cualquiera de este que no es un planeta cualquiera, un hombre cualquiera está frente a un semáforo en rojo esperando una luz verde que no verá. Es el primer ciego y con él vendrán unos millares de millones más. Todos con una ceguera blanca como un mar de leche. Todos menos la mujer de un oftalmólogo, que sin pedirlo, termina siendo “un rey con ojos, con los ojos que todos dejaron de tener” y que ella en ocasiones desearía perder.

Enjaulados en un manicomio abandonado, ella, seis de los tantos ciegos -su esposo, la chica de los lentes oscuros, el viejo de la venda, un niño, el primer ciego, su mujer- y otros cientos, se enfrentan con su lado más primitivo e intentan sobrevivir a cualquier precio mientras el pánico y la desesperación crecen pues, “por haber perdido la luz de los ojos, pierden también el faro de respeto”.

Permanecen “hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por los chinches y picados por las pulgas”. Tienen que vivir entre “hedores que flotan gruesos y lentos como súbitas corrientes nauseabundas”. Están en el infierno del infierno, donde son tan ciegos los que obedecen como los que mandan; es el caso de un ciego que sabe sacar provecho de la desgracia, se apodera de la comida, los sume en una dictadura, se apropia de sus pocas pertenencias y de sus cuerpos, hasta que ella, la mujer del oftalmólogo, le pone fin, no solo a su gobierno, sino también a su vida.

Afuera del manicomio la ceguera se reproduce cada vez más rápido, de nada sirve poner a cada nuevo ciego en cuarentena, toda la población termina sumergida en la piscina de leche. Mientras tanto, adentro, pocos van quedando vivos, los que no, son dejados en el olvido, “en la muerte la ceguera es igual para todos”.

Después de un mortal incendio que consume todo el edificio, “el portón está abierto, los locos salen”. Allí van, la mujer del médico y sus seis acompañantes convertidos en un solo cuerpo, con una sola respiración y una única hambre. “Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida”.

Recorren la ciudad que todos conocen, pero que ahora ninguno distingue, “la podredumbre se amontona, las enfermedades buscan puertas abiertas, el agua se agota, la comida se ha convertido en veneno”. Van como fantasmas: tienen la certeza de que la vida existe porque cuatro sentidos se los dicen, pero no pueden verla. Ella solo desea ser tan ciega como los otros para no tener que moverse buscando comida y ropa, es ella quien sufre “lo que es tener ojos en un mundo de ciegos (…) la que ha nacido para ver el horror”, si ella faltase, sería como si una segunda ceguera los alcanzara. Gracias a ella, estos seis son un poco menos ciegos, se encarga de sus miedos, de su hambre, de sus dolores, como si fueran una parte adherida a ella.

Otro día cualquiera, en esa que ya no es una ciudad cualquiera, la ceguera desaparece de la misma manera como llega: sin razón alguna. La mujer mira al cielo, lo ve todo blanco. “Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí”.

Sin guiones, sin nombres propios, solo con puntos Saramago nos lleva a leer de manera casi compulsiva su prosa, a cerrar los ojos, imaginar y ver. “Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”, dice en algún momento la chica de los lentes oscuros. Puede ser que la ficción de Saramago trate de hacernos encontrarle en la realidad un nombre a “esa cosa”.

Reseña de Ensayo sobre la ceguera de José Saramago
​Laura Barrios Quintero
Especial para LA CRÓNICA

Original. 

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