La Verdadera Felicidad…

Si hace tres años alguien hubiera dicho lo que iba yo a vivir en los años venideros, no lo habría creído. Cambió tanto mi vida…

Yo trabajaba en un estudio de sistemas, desarrollando programas administrativos de computación para empresas. Mi vida era perfecta: felizmente casada con un hombre maravilloso, con un buen pasar económico gracias al trabajo de ambos, sin hijos (por lo tanto con todo el tiempo del mundo para salir a divertirnos con amigos). En fin con mi vida perfectamente «programada,» al fin y al cabo de eso me ganaba la vida: programando y supervisando que todo estuviera perfecto. Y me creía la mujer más afortunada del mundo.

Pero un buen día nació Luciano Nicolás, nuestro primer hijo. Un hijo no tan perfecto. Y todo ese mundo de felicidad se derrumbó en un instante. El primer escombro cayó cuando al séptimo mes de mi embarazo me informaron que el niño venía con problemas, su intestino tenía una malformación en el duodeno y había que operarlo tan pronto naciera para que pudiera sobrevivir.

A partir de ese momento comenzó una pesadilla imposible de contar, mi internación hasta que nació Luciano, sus dos operaciones de intestino, sus dos meses y medio en terapia intensiva sin saber que iba a pasar, el alta que empañó nuestra felicidad por venir acompañado de una orden de tratamiento en hepatología porque tanta alimentación por suero le había dejado la bilirrubina por las nubes, el diagnóstico del Síndrome de Down cuando Luciano tenía cinco meses de vida, su epilepsia que apareció dos meses después, aparentemente secuela de las intervenciones quirúrgicas…Y como broche de oro: al año y un mes de vida le diagnostican hipertensión pulmonar severa. ¿Qué es eso? Una sentencia de muerte sin fecha de ejecución. No sabemos cuando su corazón va a decir: «Basta, me cansé». «No se puede operar, no se puede tratar… No se puede hacer nada», dijeron los médicos.

Pero sí que se puede. Quizá yo no pueda sanar su organismo pero puedo elegir. Puedo elegir hacer de mi vida un infierno de autocompasión o un paraíso de amor. Puedo elegir que la vida me pase por encima y que el final llegue inexorable o vivir cada día con intensidad para que Luciano no me deje nunca porque cuando él no esté a mi lado físicamente, lo estará en recuerdos felices. Puedo elegir lamentarme porque no vamos a tener «cantidad de vida» o alegrarme porque vamos a tener «calidad de vida». Puedo elegir ser una mamá triste o una mamá feliz.

Y puedo dar gracias a Dios porque si nada de esto hubiera pasado, quién sabe si yo valoraría lo que tengo. Quién sabe si sabría darme cuenta que la felicidad no es el bienestar económico sino poder disfrutar del amor de los que te rodean. Quién sabe si alguna vez hubiera salido de mi mundo egoísta para conocer la inmensa alegría que se siente cuando uno aprende a ayudar a los demás.

No voy a decirles que es fácil. No, no lo es. Hay días en los cuales quisiera olvidarme de que elegí ser fuerte y quisiera llorar hasta secarme, y tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no ceder ante la tentación. Pero de eso se trata la vida: de luchar. Porque no hay nada mejor que disfrutar de lo que a uno le costó trabajo lograr.

Y si mi hijo tiene una vida plena y feliz, siento que valió la pena mi esfuerzo.

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