Ciegos entre ciegos

Exposición

Es seguro que la luz es ciega, nos dice Ponge. Aunque Camus decía, más bien, que la verdad era la que cegaba, mientras que la mentira era algo así como un crepúsculo. Yo creo que ambas afirmaciones son ciertas. Respecto de la luz todo está muy claro (demasiado claro, blanco, color de leche). No en vano aquellos personajes de Saramago que se iban quedando ciegos unos tras otros veían (¿veían?) una blancura cegadora en su ceguera irremediable. Ahora, mientras escribo esto, la luz en la terraza no me deja ver la pantalla y me hace entrecerrar los ojos. Escribo con faltas de ortografía y errores de dedo porque no veo un carajo.

Los humanos no vemos mucho. Nos paseamos apresurados en nuestras pequeñas vidas haciendo cosas irrelevantes sin saber por qué motivos ni con qué fines. Nos empujamos los unos a los otros, nos damos de trompicones, nos estorbamos, y seguimos caminos hormigueantes. Pero las hormigas sí saben a dónde van. Lo tienen todo muy claro (¿tan claro?). Van por hojas y regresan a sus hormigueros. Luego van a buscar más, y así incesantemente. No se cuestionan nada. No tienen mucho más qué hacer. Nosotros nos movemos como hormigas en un mundo que nos es tan ajeno como propio. Un mundo que creemos que nos pertenece eternamente y que destruimos con una idiocia digna de internos de clínica mental.

Dice Bertrand Tillier que Monfleur le da vida y humanidad a cohortes de figuras inmemoriales. Sus seres de piedra de lava volcánica, sin forma perfecta, se mueven en multitudes tan humanas como estúpidas (¿redundancia?), odiándose entre sí porque el egoísmo nos hace convencernos de que nadie tiene nada qué hacer que sea más importante que nuestras propias tareas.

Había pasado toda la tarde embriagándome con un sujeto de lentes de fondo de botella. Después del tercer calvado le propuse que fuéramos a la calle de Bellas Artes a ver la exposición en la galería de Claude Bernard. La preparaban. Acomodaban a los monos en sus ubicaciones vacuas sobre tarimas que repetían escenarios humanos.

Las esculturas eran de lava granítica y grisácea. ¿Ha ido el artista a buscar el material a México, concretamente al Pedregal? le pregunté a una dependienta. No. La trajo de Chambois. Ah, muy bien. Mucho mejor. Está más cerca y la piedra es muy parecida. Ella no entendió de qué le hablaba. A veces, amén de ser ciegos, los hombres somos sordos. Y muy tontos.

Edipo, que se había arrancado los ojos luego de enterarse de que había estado sosteniendo relaciones sexuales –y que incluso había procreado hijas– con su propia madre (destino ineluctable, maldita esfinge), se acercó a aquella escultura enorme. (Yo no entiendo, por cierto, por qué no se cortó el pene mejor, pues hubiera sido más adecuado. ¿Qué culpa pueden tener los ojos, que no ven ya de por sí, en la obediencia del destino?). Se frotaba contra ella, se le embarraba, la lamía. Y así la conocía. Era una ola. Y dijo: “Está la ola. Ahora hay que buscar una manera para que la barca no nos lleve”.

La escultura es un arte para ciegos. Las figuras dotadas de vida y de humanidad (con ojos vacíos) de Denis Monfleur se nos dan a conocer por medio de los demás sentidos: el tacto, el olfato, el gusto. Son ásperas y frías. Son tan frías como nosotros, que no tenemos rostro ni individualidad que valga. Son formas construidas en símbolos táctiles para ciegos que sólo saben leer en Braille.

Denis Monfleur. Hombres ocupados

Denis Monfleur. Hombres ocupados

Los seres escurridizos de Monfleur, arremolinándose en su inconsecuencia, son personajes repetidos y a la vez irrepetibles, según él. Algo hay de ello. Nosotros también somos repetidos e irrepetibles. Y sobre todo hacemos cosas en repetición todo lo largo de nuestras vidas. Luego nos morimos y descansamos de un atravesar el mundo, sin haber logrado ningún resultado que pueda ni deba ser recordado.

La escultura es un arte para ciegos. No hace falta tener ojos para saber que el mármol es frío y suave; no es necesario tener ojos para enterarnos de que un par de figuras de Brancusi están besándose en su seria y contundente masividad; no es menester usar la vista para reconocer al hombre alargado de Giacometti mientras se estira de arriba abajo, o mientras se prolonga desde el piso con miras a irse enflaqueciendo cada vez más hasta tocar el techo (nunca el cielo). Las figuras de Monfleur tampoco tienen ojos, y sin embargo se ocupan de sus quehaceres sin detenerse a pensar en nada.

Denis Monfleur. Ciegos todos.

Denis Monfleur. Ciegos todos.

Nosotros pasamos, beodos, titubeantes, tambaleantes, entre estas figuras. Pero ellas no se ocupan de nosotros (son grises, con tintes rojos, como nosotros, que somos grises, con tintes a veces coloridos, sobre todo cuando es verano). No se ocupan de nuestra presencia. Y ello nos inquieta. Volteen, que los estamos mirando, parece que queremos espetarles. Y, sin ver la viga en el propio ojo, no nos damos cuenta de que también nosotros transcurrimos en la vida sin ocuparnos de aquellos astros que nos observan de más arriba mofándose de nuestra intrascendencia.

Los que vemos a estos hombres piedra, tan humanos como nosotros, tan irrelevantes como nosotros, tan irreales y a la vez verdaderos como nosotros, nos movemos entre las estanterías en las que esos pequeños seres se empujan y confunden, sin vernos porque no quieren ocuparse más que de lo que hay entre sus ojos y sus narices. Y nosotros, que tampoco vemos más allá, encontramos que ellos nos son tan ajenos también, que podemos meternos entre sus caminos sin destino. Y somos ciegos. Ciegos entre ciegos.

 

 

Original. 

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