Me llaman maestra

El trabajar con jóvenes con discapacidad intelectual es lo mejor que me ha pasado en mi vida laboral. Ellos me hacen valorar lo que creí intrascendente: el clima, la comida, el cine, las salidas con amigos, mi independencia, la capacidad de elección, el pensamiento, el tacto, la vista y tantas cosas más.

Convivir con esta población maravillosa me hace valorar lo que tengo, pues di por hecho que lo tenía, y me sentía muy valiosa por haber completado una vida escolar, tener una familia, amigos, “todo lo que yo merecía, pues soy buena persona”. Con el tiempo me he dado cuenta que sólo he hecho lo que me corresponde hacer, no hay méritos; todo es por selección natural de capacidades, las cuales no hice nada para tener. Tengo capacidad cognitiva ya que por elección natural mi coeficiente intelectual así lo indica; escucho, nací sin problemas auditivos; camino, mi constitución ósea y muscular y neurológica está completa.

Así nací, ni mis padres ni yo hicimos nada especial para que esto sucediera y, como yo, le ocurre a la mayoría de la gente. Cuando observo a las personas con discapacidades de cualquier tipo que siempre con actitud positiva realizan las labores cotidianas sin quejarse, sin hacer hincapié en lo que carecen, sino aprovechando al máximo lo que sí tienen, me pregunto: ¿quién es el discapacitado?

“Los completos y regulares” que ante cualquier situación que sale de nuestra rutina siempre argumentamos un no puedo o bien un porque a mí. Ante una discapacidad temporal por accidente o enfermedad, siempre nos preguntamos, ¿y ahora qué haré si perdí…? Nunca nos ponemos a investigar qué hacer con lo que nos queda, cómo potencializarlo y aprovechar al máximo lo que no perdimos y siempre ha estado ahí. Ante un diagnostico fatalista, lloramos ante la pérdida en lugar de buscar alternativas para seguir siendo autosuficientes. Todo esto me lo pregunté el día que conocí a Juan, un chico con discapacidad intelectual moderada, lector escritor, producto de una violación que sufrió su madre con el mismo diagnóstico.

Siempre con una gran sonrisa y un especial don para contar chistes; también le encanta cantar. Y su ilusión es poder escribir un cuento, pero Juan vive otra circunstancia, padece de glaucoma, ya perdió la vista de un ojo y está a punto de perder el otro. Ya no hay modo de que recupere la vista.

Hace poco me pidió buscarle una maestra que le enseñe cómo escriben los ciegos (braille) pues quiere algún día escribir su cuento, y si lee y escribe braille podrá escribir y seguir leyendo. Fue toda una confrontación para mí escuchar esta resolución anticipada a un problema, sobre todo viniendo de Juan y sus características, y fue cuando me pregunte: ¿quién tiene la discapacidad, él o yo? Y concluí: yo soy la discapacitada pues ante un diagnóstico con pronóstico de ceguera “mi vida y estaría acabada”. Por esto y muchos más sucesos vividos con mis muchachos (sí, mis muchachos) vuelvo a reiterar: “ellos me dicen maestra, pero mis maestros son ellos”.

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