Padres y profesionales: Entre el amor y el odio


Antes de Pablo, yo estaba aprendiendo a ser mamá de una preciosa niña: Ximena, quien me sorprendía diariamente con todo lo que aprendía y preguntaba.

Yo sabía de administración, finanzas, sistemas y todo lo que se aprende en la universidad y en el trabajo. No sabía absolutamente nada del autismo y muy poco acerca de la discapacidad, sólo lo que se veía en las películas y en las calles; era un tema lejano y atemorizante, pero, finalmente, ajeno a mi vida.

Después de Pablo todo cambió, como le pasa a cualquiera que enfrenta la discapacidad. Los primeros encuentros, necesarios, fueron con los profesionales, esas personas de diferentes especialidades que, yo creía, tendrían la respuesta y la solución a lo que pasaba con mi hijo. El peregrinar fue largo, sinuoso y agotador: repleto de esperanzas, decepciones, rabia y tristeza, culpa, inseguridad y anhelos, logros y retrocesos, todo envuelto en la necesidad de saber y resolver.

Aprendí mucho de la mirada inquisitiva o compasiva de un profesional cada vez que escuchaba mi historia; de su opinión, recomendación, propuesta de tratamiento y, en ocasiones, de la clara evidencia -confesada o intuida- de su completa ignorancia.

En busca de respuestas, decidí estudiar y aprender todo lo que pudiera sobre el problema de Pablo. Me convertí en una profesional.

Para muchos padres es un alivio saber que tengo un hijo con discapacidad; por otra parte, para algunos colegas resulta inquietante que sea mamá de un hijo con discapacidad. ¿Qué esperan y qué temen unos de otros? ¿Por qué pareciera que, a veces, se ven como enemigos?



ROSA… LA MAMÁ

Existimos padres de todos los estilos, colores y sabores: entusiastas y deprimidos; desafiantes y obedientes; preguntones y silenciosos; puntuales, impuntuales, detallistas, olvidadizos… sin embargo, todos tenemos cosas en común: el dolor que produce la discapacidad de un hijo, el deseo de que su condición mejore y la necesidad que otros nos ayuden a lograr esta mejoría.

Casi todos hemos tenido malas experiencias al acudir con profesionales en busca de ayuda: la actitud perdona-vidas del que escucha impaciente; los tratamientos largos, costosos e inútiles alimentados con falsas expectativas; el reproche de que si el hijo no responde como se esperaba, seguramente es porque nosotros hicimos algo mal; hasta el engaño flagrante de quien ofrece intervenciones que son mas charlatanería que terapéutica.

Como padre es muy difícil resistir la promesa de una solución, y sin duda hay quienes se aprovechan de ello. También es cierto que todos hemos tenido buenas experi-encias con los profesionales. Por eso, quisiera rescatar lo que como madre quiero de ellos:
1. Escucha mi problema y trata de hacerlo tuyo, pero conserva la objetividad de tu profesión, porque eso es precisamente lo que necesito.
2. Dime siempre la verdad, aunque sepas que, a veces, no me gusta oírla.
3. Espero tu comprensión; resiento tu condescendencia.
4. Trátame con respeto y admite que hay cosas que yo sé, mejor que tú, porque soy yo quien convive diariamente con mi hijo.
5. Para mí, este niño es lo más importante del mundo. Para ti es un paciente más. Cuando estemos en consulta, espero que mi hijo sea lo más importante para ti, en ese momento.
6. Si no puedes ofrecerme nada, quiero saberlo. Sé que no tienes todas las respuestas. Tu honestidad es lo más valioso que me puedes dar.
7. Necesito tu ayuda para ayudar a mi hijo. Si pido demasiado, dímelo. Si hago poco, dímelo. Juntos podemos avanzar si cada uno hace el trabajo que le corresponde.

ROSA… LA PROFESIONAL

Existimos profesionales de todos los estilos: cálidos y serios; amables y enojones; comprensivos y regañones; calmados y acelerados; tímidos y extrovertidos; los que explicamos todo luego, luego y los que sólo informamos cuando nos preguntan; pacientes obsesivos…

Sin embargo, todos tenemos cosas en común: los conocimientos y la experiencia necesarios para ofrecer apoyo profesional. Este es nuestro trabajo, lo que nos gusta hacer, ¡hasta vivimos de ello!

Hemos conocido a muchos pacientes e identificamos similitudes y diferencias entre sus formas de ser, su sintoma-tología y las respuestas que presentan ante diferentes inter-venciones terapéuticas. A veces, inevitablemente, al conocer a una persona, la clasificamos rápidamente de acuerdo a nuestras peculiares categorías -caracterológicas y/o sintomáticas- cerrándonos, inconscientemente, a nueva informa-ción que, tal vez, nos obligue a crear una nueva categoría.

Hemos tenido malas experiencias con los pacientes y, particularmente, con sus padres: cuando olvidan aplicar las indicaciones que les dimos, pero es culpa nuestra si su hijo no está bien; cuando quieren nuestra aprobación sobre tratamientos que no conocemos, pero que alguien les recomendó; cuando demandan un trato preferencial en la hora de la cita, el tiempo de la consulta y el costo de la misma, pero no hacen su tarea ni traen consigo la información que requerimos; cuando completan o sustituyen la consulta con interminables llamadas telefónicas en las que demandan respuestas a situaciones que no podemos evaluar sin ver al paciente.

La mayor satisfacción de un profesional es la mejoría del paciente. A veces, es difícil resistirse a la oportunidad de servir y, lamentablemente, también hay quienes se aprovechan de ello.

Ciertamente, las malas experiencias no son la mayoría o ya hubiéramos cambiado de profesión. Pero nuestro trabajo sería más sencillo si los padres conocieran las siguientes demandas:
1. Dime todo lo relativo a tu hijo: cualquier detalle puede ser importante. Será más fácil si me das la información con cierto orden.
2. Trato de entender tu situación, pero mi trabajo no es consolarte. Mi objetivo es el bienestar de tu hijo; si tú requieres ayuda, busca a un profesional especializado en ello.
3. Trabajar juntos, puede crear importantes lazos de cariño. Sin embargo, estoy obligado a mantener la objetividad y distancia que requiere mi profesión.
4. Si no estás de acuerdo con lo que te propongo, dímelo. Prefiero aclarar y explicarte mis razones a descubrir, luego, que no lo aplicaste porque «se te olvidó».
5. Si quieres saber algo, pregúntame. Hay cosas que puedo explicarte y otras que tendrás que estudiar por tu cuenta. Es imposible que te enseñe todo lo que sé.
6. Sé que tu hijo es lo más importante para ti, pero comprende que hay muchos padres que también requieren mi apoyo. Trataré que tu visita al consultorio sea lo más fácil posible, pero en ocasiones tendrás que esperar o no podré atenderte por teléfono.
7. Dime siempre la verdad, aun si hay cosas de las que te sientes culpable. Mi papel es no juzgar, quiero apoyarte.
8. No tengo todas las respuestas. Estudio y trato de mantenerme al día, pero siempre habrá cosas que desconozco. Acepta que hay cosas que no puedo resolver y comparte conmigo tu necesidad de intentar otras alternativas. Necesito saber lo que haces con tu hijo, para darte una opinión completa e informada al respecto.
9. Necesito tu ayuda para apoyar a tu hijo. Si pido dema-siado, dímelo. Si hago poco, dímelo también. Juntos podemos avanzar si cada uno hace el trabajo que le corresponde..

Autora: Rosa María Corzo, Psicóloga, fundadora de la Federación Latinoamericana de Autismo. Fuente: Revista Ararú

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