La Triple Jornada


 

Después de muchos años, algunos kilos y arrugitas nos encontramos en el supermercado. Carmina se acercó a mí con una actitud tan efusiva como si nos hubiéramos dejado de ver el día anterior. Hablamos con el mismo entusiasmo que nos caracterizó cuando fuimos jóvenes, solteras, despreocupadas y hasta un poco irresponsables.

Como no disponíamos del tiempo suficiente, quedamos de desayunar al día siguiente. La reunión prevista me mantuvo toda la tarde pensativa y creo que realmente preocupada. Me inquietaba enfrentar a Carmina con la persona en que me había convertido durante los últimos años. Varias veces tuve el impulso de llamarla y cancelar la cita, no lo hice porque me entusiasmaba la idea de hablar con ella, saber como había ido su vida de casada, cuántos hijos tenían y, sobre todo, reanudar nuestra vieja amistad.

Aquí cabe aclarar que la primera impresión que recibí de ella fue que no había olvidado nuestro lema «El glamour es lo último que se pierde», lucía verdaderamente estupenda, ni siquiera representaba sus treinta y tantos años; exactamente los mismos que yo sí evidenciaba.

Y fue precisamente esa imagen de «Todo me va muy bien», lo que me empujó a urdir (sí, así como se lee) una historia, mi historia, tal como ha sido, pero cambiando por «reto estimulante» la circunstancia que en su momento viví con la tragedia más grande de mi vida.

Acudí puntualmente a la cita, me puse mi mejor atuendo, intenté parecer tan moderna y jovial como cuando éramos inseparables. Después del clásico ¡Qué bien te ves!, pasamos a contarnos como habíamos vivido los 13 años transcurridos desde nuestro último encuentro.

Carmina me contó que se había casado con Carlos (su adorado y eterno novio), que tenían tres hijas divinas, que vivían en una hermosa casa, que Carlos tenía un excelente trabajo y que ella hacía algunos trabajos eventuales de diseño gráfico.

Ante tan espléndido panorama, cuando llegó mi turno, toda la historia que había urdido en mi mente se desvaneció; opté por ser auténtica. Le dije que Jaime y yo sólo teníamos una hija porque decidimos darle todo el amor, cuidados y paciencia con la que Dios nos había dotado (no quise platicarle los tres fallidos y dolorosos intentos que hicimos después del nacimiento de nuestra hija).

Le conté que Jaime también tenía un buen negocio – con algunos matices – y que estaba muy orgulloso de su esposa, que se daba tiempo para atender su casa, a su hija, acudir a un trabajo fuera de casa y administrar el negocio familiar.

Cuando convencí a Carmina de que mi vida era «miel sobre hojuelas», con toda naturalidad le solté la noticia: -«Mi hija tiene una leve discapacidad» (no había por qué ponerse dramática).

La expresión perpleja y la mosca que entró y salió de la boca abierta de Carmina me dejaron ver que no sabía lo que le quería decir.

Amplié un poco la información al respecto, contándole de mi constante ir y venir entre terapias físicas en Azcapotzalco, (yo vivo en Cuemanco), terapias de apoyo académico, clases extra de matemáticas, terapia musical, natación, terapia de delfines, apoyo psicológico.

No sé en que momento dejé de hablar de lo que hago con mi hija y empecé a enumerar lo que querría hacer.



Hablé tanto, que me quedé sin aliento y entonces Carmina aprovechó para decirme que me sentía un poco obsesiva, que el exceso de actividades para mí y terapias para mi hija eran la causa de mi aspecto cansado (ahora la que tenía la boca abierta era yo), quiso saber si dentro de mi horario tenía algún momento para platicar con mi esposo, para salir a solas con él.

A pesar de su tono compasivo me empecé a sentir incómoda y, de pronto, francamente enojada. ¡Ella no podía entender mi situación, cómo se atrevía a opinar de forma tan categórica!

Se lo dije. Ella me respondió con un abrazo cálido. Te equivocas, dijo, la menor de mis hijas también tiene una discapacidad, no precisamente leve, y necesita terapias de rehabilitación, pero nuestra principal prioridad es una familia relajada y dispuesta a apoyarla en todo momento; nosotros no anteponemos una hora de terapia a diez minutos de carcajadas, no quiero decir con esto que descuidamos su rehabilitación, pero hemos aprendido que lo más importante para ella es sentirse amada tal como es.

Nunca le demostramos prisa por convertirla en lo que hubiéramos querido que fuera, sólo le damos la terapia que ella está dispuesta a recibir.

Lo único que no escatimamos es tiempo para enseñarla a reír… reír a carcajadas!

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