Una mirada azul me regaló el mundo


Hoy, Bea ha vuelto a entrar en mi baño a las 9 de la mañana con el mando de la televisión en sus manitas para explicarme lo que yo ya sé interpretar de su voz, de sus indescriptibles y fascinantes gestos, sus peculiares palabras, su gracia innata y, naturalmente, su indignación:

-“Mamá abbiss no a lele, no?…Po, e lala, e bissi, a wiki, no a lele”.

Y tan cierto como ella lo expresaba, los Teletubbies no estaban en el canal 4 de mi televisión, y parte de sus rituales matutinos, tan normales como los de mis otros hijos, se estaban viendo truncados por los caprichos de Telemadrid.

Po, Lalaa, Dipsy y Tinky Winky no aparecieron en la franja horaria habitual y Bea, con el mando en ristre, insistía en apretar todos los canales por si acaso, pensé yo, se había confundido. Pero los “abbiss” no aparecían y ya eran las 9:30. Había que desayunar, sentarse en el orinal y vestirse para ir a natación.

Mi hija Bea tiene dos años y medio, su síndrome de Down, sus gafitas rosas, sus hermanos, sus perros (Bamba y Tessa), su cole, sus clases de estimulación, su natación, el pony que monta los domingos y, sobre todo, la inexpresable pasión que yo siento por ella. Y digo, literalmente, “inexpresable” porque, aún, no se ha inventado una palabra en el diccionario capaz de hacer entender a nadie lo que yo siento por mi hija Beatriz.

Al día de hoy, no soy una persona proclive a ver el lado oscuro de la vida, ni siquiera esas sombras que a veces tiñen de gris los buenos momentos. Como todos, tengo defectos, pero también la virtud de fijarme siempre en aquellos que, circunstancialmente, están en peor situación que yo.

Soy, fundamentalmente, normal. Estoy casada, tengo 40 años, cuatro hijos, dos perros, un marido al que adoro (aunque a veces sea un pelma… como todos), una casa y, hasta hace unos meses, un trabajo al que le entregué 20 años de vida.

Tampoco fui nunca una devota, aunque sí educada en el catolicismo, pero si bien me hablaron de Adán y Eva, los Reyes Magos y la Pasión de Cristo he de decir que mi forma de entender aquello siempre iba al amparo de un escepticismo precoz.

He sido una persona reflexiva y defectuosamente empírica, motivo por el cual el tirar de Dios cuando era necesario, a mí, no me sirvió.

Bien es cierto, sin embargo, que desde que tengo memoria he buscado los “porqués” y “paraqués” de mi existencia para tratar de entender y aceptar los “después” de ésta, que es nuestra vida.

Fue esa permanente búsqueda una constante a lo largo de mi adolescencia, juventud y aún se prolongó, en el tiempo, al hacerme adulta, si es que realmente me he hecho adulta alguna vez.

La ansiedad que conlleva el indagar respuestas a todo y el desasosiego espiritual de no estar conforme con lo que iba viendo a mi lado porque, simplemente, no lo entendía… acabaron por hacerse aliados… “Si no puedes con el enemigo, únete a él”.

Pero…un día, en el mundo de la incertidumbre, en un otoño de siempre, cuando los niños empezaban el colegio, y las mañanas volvían a despertarse pronto…

Un día cualquiera…, cuando todo el miedo a lo desconocido se empezaba a hacer físico y el alma me susurraba “ya estás preparada”.

Cuando la inteligencia propia de un ser humano era incapaz de decirme ¡qué vas a hacer ahora!… Ese día, un día cualquiera, nació mi hija Beatriz.

¿Que algo no había salido bien?… eso, ya lo sabía. Simplemente era así. Lo había sabido siempre.

Mi maravillosa Bea, había sido una alteración cromosómica, un defecto genético, un error de la naturaleza del que tú no tienes la culpa”.

Para mí, sin embargo, Beatriz fue el mayor acierto que la naturaleza y ese Dios al que hoy ya he puesto nombre, han podido entregarme.

No pretendo hacer proselitismo desde estas líneas ni tampoco dejar de entender el dolor de muchos padres para quienes este “error natural” no tiene explicación ni justificación posible.

Es, simplemente, que con ella en mis brazos vi con sus azules ojos de chinita todas las respuestas a aquellos “porqués” y “paraqués” que mis ojos occidentales no habían podido explicarme.

Beatriz es una más en casa para aquellos que nos rodean. Ella hace y deshace como cualquier otro niño de su edad, va al Jardín de infancia, nada dos veces por semana (lo lleva haciendo desde los cinco meses con programas adaptados), habla en su idioma y en el nuestro, juega con sus hermanos, adora a sus perros y tiene un don natural para desarrollar alegría y sonrisas a diestro y siniestro.

En sus dos años y medio nunca ha estado enferma y aunque muchos piensen “qué suerte la tuya, pero eso no es normal” he de decir que no se libró de una intervención quirúrgica que duró siete horas de quirófano y quince días en el Hospital de La Paz para operarla de la enfermedad de Hirschprung; una enfermedad poco conocida que le impedía hacer sus cacas con normalidad.

Ni siquiera entonces, y con tres cuartas partes menos de intestino, consiguieron que perdiera la sonrisa y su característico buen humor.

Su sistema inmunitario del que tanto me habían advertido y prevenido, sus catarros profetizados por los pediatras y demás enfermedades propias de su edad y del síndrome de Down aún no han tenido ocasión de presentarse.

Mi princesa es fuerte como un toro de lidia porque su alma toma vitaminas que no existen en las farmacias y se nutre de alimentos que no se compran en el supermercado.

Sobredosis de caricias, achuchones, y frases que se escapan en un te quiero constante es lo que a mi hija la mantiene inmune, lo que ha logrado que camine a los veinte meses, que hable y se exprese de manera asombrosa, que coma huevos fritos con chorizo y patatas y que se haya puesto unos esquís durante las vacaciones de invierno como cualquier otro niño cuya madre es una insensata como yo. Qué le voy a hacer.

Si alguna vez yo no creí en Dios, hoy debo decirle que lo siento. Si tantas veces cuestioné su magnificencia, le pido perdón. No quiero, en absoluto, sacralizar la existencia de mi hija, es simplemente, que sus azules ojos chinos abrieron los míos redondos y hoy, por fin, puedo ver lo maravilloso que es este Mundo.

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