¿Tiene usted un bebé con síndrome de Down? «Su vida nunca volverá a ser la misma»

“Jamás las cosas volverán a ser como antes ni para usted ni para su familia”, me dijo un doctor de rostro grave, un día frío de invierno de 1988, justo después de que mi hijo Adam fuera diagnosticado de síndrome de Down. “Está usted echando a perder su vida”.
Dudo que hubiese estado tan duro si mi bebé hubiese nacido ya, pero el diagnóstico de Adam llegó por amniocentesis, tres meses antes de que el niño naciera. Había yo decidido mantener el embarazo, y entonces mi ginecólogo estaba tratando de que cambiara de opinión. Supe que lo que le motivaba era un deseo sincero de ayudarme, que él creía de verdad que sus terribles predicciones eran reales. Y de algún modo lo eran, supongo. Es cierto que las cosas ya no han vuelto a ser iguales para mí desde que Adam nació, y que cuando rehusé el aborto terapéutico “eché a perder” la vida que siempre pensé que tendría. Lo que no sabía en 1988 era que la vida que estaba echando a perder era mucho menos interesante, completa y feliz que la que iba a obtener a cambio. Hace catorce años, al enfrentarme con mi médico que me desaprobaba, me ponía a pensar en lo que me esperaba por delante como madre de un hijo con síndrome de Down. Desde entonces, con frecuencia, me he puesto a pensar en lo que me podía haber perdido si hubiese seguido el consejo del doctor en lugar del dictado de mi corazón.
No estoy diciendo que considere moralmente malo la interrupción del embarazo tras el diagnóstico del síndrome de Down; no lo creo así. Lo que estoy diciendo es que, para mí, tener un hijo con este síndrome no se parece en nada a ese horrible peso que en su día pensé que lo era. Los miedos y las desventajas de tener un niño así me golpearon como un martillo en el momento del diagnóstico. El regalo que traen consigo estos seres excepcionales se da a conocer de un modo más lento y sutil, a lo largo de meses, años y décadas. Pero sé que para mí, y para otros muchos padres de niños con síndrome de Down, estos regalos compensan con creces cualquier dolor o desengaño que podamos sufrir a causa de su discapacidad.
Quizá ni siquiera necesite usted de esta clase de seguridad o garantía. Quizá sea usted uno de esos padres – he conocido algunos – que dicen que jamás han experimentado un momento de preocupación o de tristeza por el hecho de tener un hijo con síndrome de Down. Si es así, me gustaría saber que tipo de droga toma y si podría recomendarme a alguien que me la recetase también a mí. Pasé meses de angustia mental, antes y después de que mi hijo naciera, en duelo por el bebé “perfecto” que había perdido y temerosa por el bebé que había tenido en su lugar. Creo que es una reacción normal. Si acaba de saber que su hijo tiene síndrome de Down, le animo a que deje que sus emociones fluyan con toda la intensidad y durante todo el tiempo que desee. No permita que nadie le diga que “tiene que animarse”, que mire al lado luminoso, que deje de sentir lo que siente. La única reacción que es errónea es la que no es auténtica, incluida cualquier muestra falsa de resignación o de alegría. Si se permite dolerse de sí misma, notará que esos terribles sentimientos son finitos, y que el hecho de aceptarlos le permite avanzar hacia un lugar más feliz.

El síndrome de Down en una cultura centrada en el C.I.

Me llevó mucho tiempo terminar mi propio proceso de duelo, probablemente porque en la entera historia del globo, nunca hubo una persona menos interesada que yo en tener un hijo con retraso mental. En el momento del diagnóstico de Adam, mi marido John y yo estábamos a medio camino de nuestros respectivos programas de doctorado en Harvard, en donde habíamos obtenido también nuestros títulos de licenciatura. Ambos éramos “criaturas de facultad”, nacidos y formados en familias de académicos comprometidos y exitosos. Brevemente, desde que nacimos habíamos vivido en ambientes en donde ser inteligente era la única y más valiosa característica del repertorio humano. Desde esa perspectiva, cualquier grado de retraso cognitivo es la definición misma de una catástrofe.

No todo el mundo vive en una torre de marfil académica como en la que John y yo habitábamos. Pero casi todos los que lean esto habrán crecido en una sociedad que glorifica lo que llamamos una “mente racional”, y habrá pasado durante años participando en un sistema educativo que clasifica constantemente a los niños de acuerdo con su capacidad para pasar ciertos tests de inteligencia muy estrictamente definidos.

Este sistema social nos enseña a todos, de mil maneras, que nuestra capacidad para ganar dinero, respeto y consideración social dependerá de lo inteligentes que seamos. ¡No es de extrañar que el síndrome de Down sea tan temido en nuestra cultura! ¡No es de extrañar que resulte difícil pensar en cualquier circunstancia en la que realmente usted desee tener un hijo con síndrome de Down! Para recibir los regalos propios del síndrome de Down, tiene usted que esforzarse por abandonar el modo en que se le ha enseñado a pensar sobre el valor de la vida misma: la vida de su hijo, su propia vida, la vida de cualquier persona con la que se encuentre.

Aprendí esto de un modo bien difícil. Durante las últimas semanas de mi embarazo y los primeros días de la vida de Adam, pasé la mayor parte de mi tiempo cavilando, llorando, leyendo libros horriblemente deprimentes sobre las alteraciones cromosómicas, y desarrollando elaboradas fantasías catastróficas sobre los terrores que aguardaban a mi familia. Ahora, la verdad es que vuelvo la mirada hacia aquellos miedos cuando necesito alivio, porque cada uno de ellos o demostró ser falso, o me llevó hacia alguna experiencia transformadora que al final me dejaba más feliz de lo que era hasta entonces.

Por supuesto, tuve mucha suerte. Adam nació sin ningún problema grave de salud. Nunca hube de afrontar cardiopatías que hacen peligrar la vida, ni convulsiones, ni cirugía neonatal. Sé de cientos de padres e hijos que hubieron por estas terrible eventualidades y salieron fuertes y felices, pero no pretendo comprender la hondura de su sufrimiento. Todos los problemas que he encarado son los relacionados con el hecho de tener un hijo con síndrome de Down que básicamente es sano, y casi me parecen ahora triviales. Pero en el momento de su diagnóstico eran espantosamente terroríficos. Y como puede usted misma tener esos mismos miedos, quiero contarle cómo hice desaparecer los míos.

Miedos Infundados

Miedo nº 1. Mi hijo sería repugnante para mí y para el resto de la gente “normal”

No me siento orgullosa al admitir que éste fue uno de mis mayores miedos antes de que Adam naciera. Como dispuse de meses para imaginarme cómo sería su aspecto y su comportamiento antes de verle realmente, creo que mi terror fue más exagerado del que hubiese tenido si hubiese conocido el diagnóstico después de nacer. Estaba aterrada de tener un hijo que se pareciera y actuara como un “mongólico” (para usar una de las palabras más odiadas por la comunidad del síndrome de Down). Este miedo primitivo se debía a mi primer contacto con personas con trisomía 21, que había consistido en unas visitas anuales que hacíamos por Navidad para cantar villancicos en una “escuela de formación” que había cerca de mi casa. Los residentes de esta “escuela” habían permanecido institucionalizados desde su nacimiento, revueltos con otros que nos mostraban toda forma de discapacidad intelectual y física, dejados al cuidado de funcionarios del estado con exceso de trabajo y mal pagados, que comprendían sus necesidades.

Mi miedo sobre los aspectos diferenciales visibles de Adam empezó a desaparecer en el momento en que un genetista me aseguró que los niños con síndrome de Down criados en casa tienden – al igual que todos los niños – a aparentar y a comportarse como los demás miembros de su familia. Sentí también un enorme alivio cuando Adam nació y puede ver que, lejos de ser un monstruo, era un bebé absolutamente adorable. Y todavía, conforme ha ido creciendo, me ha sorprendido constantemente comprobar las finas sensibilidades sociales de Adam, sus suaves maneras para con la gente, el estilo con que se viste y se peina. A los dos años ya se preocupaba de su modo de vestir y mostraba sus preferencias por su atuendo. Con tres años y medio, había decidido que se sentía más a gusto con ropa oscura, con una camisa blanca y una corbata de estilo conservador. Y vestía así casi a diario para acudir a la guardería y escuela elemental. Ahora con trece años, lleva ropa informal (pero de marca) cuando la ocasión lo aconseja, pero le encantan las ocasiones formales en las que ha de llevar traje o – mejor todavía – smoking y pajarita. El sentido de estilo de Adam, adquirido por sí mismo, elimina toda esa “rareza” que vi hace años en esas personas descuidadas con síndrome de Down que estaban institucionalizadas.

Los modales de Adam son tan formales como sus gustos por la ropa, no simplemente aceptables sino sumamente gratos. Puede muy bien encontrarse, como me ha pasado a mí, con que su hijo con síndrome de Down es el único de sus hijos al que nunca hay que recordar decir “por favor” o “gracias”, que se presta a ayudar tan pronto se da cuenta de que alguien lo necesita, que está pendiente con un chiste de suavizar una situación tensa, que se esfuerza con cuidado, con suavidad y con eficacia por hacer que los niños tímidos se sientan a gusto. Me encantaría afirmar que la enormemente agradable personalidad de Adam se debe a unos buenos genes y a la dedicación de los padres, pero me parece que el cromosoma extra tiene algo que ver con ello. Si las personas con síndrome de Down no se ven expuestas a un ambiente social normal, ciertamente parecerán y se comportarán de formas que parezcan extrañas a los demás. Pero cuando se les deja funcionar en el mundo como cualquier otra persona, estos niños tienden a ser tan socialmente expertos como los que no tienen síndrome de Down, si no más.

Miedo nº 2: Mi hijo llevará una vida desgraciada

La frase más angustiosa que mi ginecólogo me dijo para convencerme que abortara fue: “¿Sabe? Su hijo nunca será feliz”. Comparó a Adam a un tumor maligno, un accidente celular que, dejándolo crecer, nos llevaría a una desdicha incalculable. Según iba captando esta imagen, de pronto me di cuenta que el propio doctor no parecía ser una persona particularmente feliz. Tuve la sospecha de que, como tanta gente que conocí en Harvard, probablemente se sentía intensamente apremiado, dispuesto a demostrar su brillantez a toda costa. Hubiese apostado hasta mi última moneda a que no estaba basando su opinión sobre la posible felicidad de Adam en ninguna experiencia real con personas con síndrome de Down. Por el contrario, sus negras predicciones se basaban en su propia convicción de que el valor y la importancia de los seres humanos estaban inseparablemente unidos a su coeficiente intelectual. En el universo de mi médico, el trabajo intelectual era el único camino para la autoestima y la satisfacción.

Yo había compartido este punto de vista toda mi vida. Estaba convencida de que cuantos más exámenes aprobara y más títulos consiguiera, más feliz sería. Pero incluso antes de que Adam naciera, su diagnóstico me hizo reexaminar esta creencia. Me di cuenta de que había superado infinidad de exámenes académicos, y ninguno de ellos me había proporcionado felicidad alguna que fuera profunda y duradera. No estaba segura de que esto fuera verdad, pero de algún modo sentí que estaba a punto de comprobarlo.

Y bien que lo comprobé, casi desde el instante en que Adam nació. Su primerísimo acto independiente, antes de que le cortaran el cordón umbilical, fue hacerse un pis entusiasta en la cara del ginecólogo que le había llamado tumor maligno. Y tras esta demostración, literalmente “en su propia cara”, pasó a vivir una de las vidas más felices que jamás he conocido. Esto no significa que las personas con síndrome de Down estén “siempre contentas” –éste es precisamente uno de los mitos azucarados que quizá escuche de personas que tratan de manejar su propia ansiedad sobre el retraso mental. A decir verdad, las personas con síndrome de Down muestran todo un espectro emocional normal, y pueden llegar a tener una depresión clínica, igual que el resto de la gente, si no se les trata bien o se sienten aislados. Además, sus personalidades son individuales; es decir, difieren entre sí como los que nos llamamos “normales”. Pero aun a riesgo de hacer una generalización, yo diría que las personas con síndrome de Down tienden a ser más perspicaces que el resto de nosotros en un sentido fundamental: en lugar de distraerse en conseguir autoestima en forma de honores, poder, salud y esfuerzo competitivo, tienden a concentrarse en un criterio esencial: el amor.

Cuando la gente tiene experiencias casi mortales, tiende a reaccionar poniendo el amor en el centro de sus vidas. Los años que pueden haber pasado persiguiendo la felicidad a base de conseguir o de adquirir, vienen a parecer vacíos si se compara con el tiempo que pasan con la gente y en actividades que más aman. Adam, al igual que otras personas con síndrome de Down que conozco, nunca pierde esta perspectiva. Rechaza gastar su tiempo en cosas que no ama (afortunadamente, le encanta hacer sus tareas del hogar, ordenar sus cosas, hacer cosas agradables para los demás, y exigirse a sí mismo física y mentalmente). En cambio, centra su puntería sobre cualquier cosa que signifique querer a alguien o a algo que se cruce en su camino. Es un optimista natural, encontrando siempre cosas sobre las que poder sentirse entusiasmado y complacido.

No puedo expresar lo maravillosamente que cambia nuestra vida diaria cuando se convive con alguien que piensa de esta manera. Durante catorce años, Adam ha estado llamando mi atención hacia la felicidad que nos aguarda en casi cualquier ocasión: el gusto por una buena hamburguesa, la alegría de jugar con nuestro perro, el fabuloso sentimiento de lavar las sábanas. Cada día, su pronta sonrisa y su fácil agradecimiento me enseñan más sobre cómo disfrutar de la vida que lo que haya aprendido en los más de veinte años de mi educación formal. Como comentó un día su hermana más pequeña cuando Adam estaba explorando encantado el modo en que funcionaba su cepillo de dientes eléctrico: “Vaya, ya está otra vez Adam inundado de alegría”. Aquel ser semihumano y desgraciado que previno mi médico nunca apareció bajo la piel de Adam; al revés, tuve un hijo que parece haber venido equipado con una perspectiva iluminadora que con inteligencia y con paciencia que se estira hasta enseñarme cómo ser feliz. Sólo me cabe esperar que aquel primer ginecólogo que tuve reciba alguna vez este milagroso regalo.

Miedo nº 3: Mi hijo y yo quedaremos aislados en un mundo hostil

Varias semanas antes de que Adam naciera, leí un libro horrible escrito allá por 1940 (¿o fue en 1490?) sobre cómo tratar a los niños con síndrome de Down de modo que actuaran de una forma mínimamente humana. El autor mencionaba lo importante que era para estos niños recibir mucho reforzamiento positivo por parte de la gente que los quería –en la mayoría de los casos significaría solamente la madre. Este libro era otro pequeño tesoro (y lo digo con fuerte ironía) del tiempo de la institucionalización, pero yo no sabía lo anticuado y confundido que estaba. Llegué a creer sinceramente que mi vida con Adam me aislaría de la compañía con los demás, que la gente nos evitaría a los dos, dejándonos encerrados en una prisión provocada por el accidente genético. No pude estar más equivocada.

En las últimas décadas, la mayoría de las sociedades del mundo desarrollado han hecho enorme esfuerzo por aceptar, integrar y socializar a los niños con todo tipo de discapacidad. Queda todavía un largo camino por recorrer, pero para aquellos de nosotros que hemos tenido la suficiente suerte de tener acceso a comunidades que piensan audazmente, esos terribles relatos de hace unos años van pasando rápidamente a la historia. La razón de este cambio es que un gran grupo de gente, quizá incluso todo un auténtico movimiento social, se ha comprometido a defender el valor básico y la dignidad de quienes tienen alguna discapacidad del desarrollo. Quizá ya haya conocido usted a alguna de estas personas gracias a su hospital o a su pediatra, y conocerá a muchos más conforme su hijo crezca. Además, se beneficiará de los cambios que se están produciendo constantemente en las normas y en los valores sociales. Esta será una magnífica experiencia para su hijo, y preveo que incluso lo será más para usted.

Es cierto que desde que Adam nació, me he encontrado con gente que se sentía horrorizada y repelía el pensamiento mismo de la discapacidad. Cuando tenía tres días, lo sujeté en su pequeño porta-bebés que reposaba sobre mi pecho y me fui al campus de Harvard en donde hablé con varios de mis compañeros de clase, amigos y profesores. Ni uno miró directamente a Adam o hizo comentario alguno sobre su nacimiento. Podía perfectamente haber sido invisible. Me sentí herida en lo más vivo por esta reacción, no estando lo suficientemente experimentada, creyendo que si yo simplemente actuara como si Adam fuera un bebé normal –lo que realmente era en casi todos los aspectos– otros se relajarían y responderían de una forma más apropiada.

Afortunadamente, los diversos especialistas y terapeutas que empezaron a hacer la “intervención temprana” de Adam pronto me ayudaron a darme cuenta que poca gente hay tan mal educada como el personal de Harvard cuando se trata de la integración social. A través de mi hijo, empecé a conocer más y más personas que me enseñaron cómo aceptar de verdad a otros seres humanos. En los padres de otros niños con necesidades especiales, en los educadores que atendían a Adam en la escuela, en la buena gente que dirige Special Olympics y en muchos otros, encontré nuevos amigos de ley, sensatos, divertidos, amables, de los que se entregan. Según Adam fue creciendo, noté que mi visión de la humanidad se iba haciendo pausadamente menos cínica de la que tenían los profesores de la Ivy League[V1] y los profesionales más prestigiosos con los que yo había trabajado. Absorbidos por entero en su proverbial carrera de ratas, mis colegas tienden a ver a la gente en general como a ratas. Pero a causa de la presencia de Adam en mi vida, he llegado a creer que la mayoría de las personas tienen un gran corazón, deseosas de aceptar a cualquiera que desee aceptarles a ellas.

Cuando Adam es singularizado a causa de su síndrome de Down, la distinción suele ser más frecuentemente positiva que negativa. Un ejemplo. Cuando nuestra familia pasaba sus vacaciones en Hawaii, montamos en una pequeña embarcación con unos 50 turistas para visitar un banco de coral donde podríamos bucear. El barco estaba dotado con un tobogán deslizante por el que los nadadores bajaban y caían a unos diez pies por encima del agua. Adam con sus ocho años, que nadaba ya como un pez, decidió que quería bajar por el tobogán, pero cuando estaba ya subido, se dio cuenta que el descenso era más largo de lo que esperaba. Con todo cuidado y agarrándose a los bordes del tobogán, fue bajándose hacia el agua, después se paró durante un minuto larguísimo, cargándose de ánimo para pegarse la zambullida. Al fin, tomó aire profundamente, levantó sus brazos, y saltó del tobogán al agua. Estaba yo tan absorbida animándole que no me había dado cuenta de las demás personas en el barco, por lo que me vi tan sorprendida como Adam cuando sonó un enorme y espontáneo aplauso por parte de todos. Nada hubo en ello de forzado o de condescendiente; estas personas simplemente deseaban que Adam lo consiguiera, y su alegría cuando lo hizo fue absolutamente genuina. Quizá fue porque, en el fondo, cada uno de ellos tenía algo de perdedor, y podían identificarse tanto con el miedo de Adam como con su valor. Con su típica despreocupación, Adam volvió a subir a la embarcación, saludó a la audiencia que le felicitaba, y pasó el resto del viaje ayudando a otros chicos a vencer su miedo para tirarse por el tobogán.

Éste es el tipo de respuesta con que me he encontrado casi donde quiera que va la familia. Ha habido ocasiones en las que Adam ha sido burlado en la escuela, pero muchas menos y más suavemente de lo que yo imaginaba –no más de las que se burlaron de mí cuando era niña por ser un ratón de biblioteca. Siempre le ha gustado la escuela, siempre ha tenido auténticos amigos, siempre ha destacado en los deportes, siempre se ha imaginado de manera plena y realista un futuro feliz, rodeado de gente que le quiere. En este proceso, ha sido él quien ha abierto mis ojos hacia un mundo más amable y abierto. Hubo un momento en que pensé que la vida con las repercusiones sociales de la discapacidad de Adam sería intolerable: Ahora, no creo que podría vivir sin ellas.

Ivy League: N. del T. Ivy League es un conjunto de siete universidades privadas, muy prestigiosas, del Este de Estados Unidos entre las que se encuentra la Universidad de Harvard.

Miedo nº 4: Mi marido y yo jamás alcanzaremos nuestros sueños y objetivos

Después de que Adam fuera diagnosticado pero antes de nacer, John y yo estábamos preocupados de que nos nuestros años hubiesen sido heridos fatalmente. En nada nos ayudó el que varios asesores (además del personal obstétrico) intentaran convencernos de que nuestras vidas se destrozarían si manteníamos el embarazo de nuestro hijo. Uno de los mentores le dijo a John que ninguno de los dos terminaríamos jamás nuestros programas de doctorado en Harvard y que nuestras carreras se arruinarían antes de empezar. De nuevo, estábamos oyendo predicciones basadas en el miedo y en la imaginación, no en hechos. Debido a la calmada personalidad de Adam, en muchos sentidos fue más fácil de criar que sus otras dos hermanas y ciertamente no interfirió en los objetivos de las carreras de sus padres más de lo que hubiese hecho un niño “normal”.
Es cierto, sin embargo, que tanto John como yo tenemos unas vidas profesionales distintas de las que hubiésemos tenido si Adam no hubiese llegado cuando lo hizo. Esto no es porque interfiriera nuestros planes, sino porque su nacimiento nos hizo comprender que el mundo académico en que hasta entonces habíamos vivido no se ajustaba realmente a nuestras personalidades. Criar a Adam nos ayudó a cambiar nuestro pensamiento dejando de intentar crear un hijo “perfecto”. Empezamos a ver que cada niño es perfecto, que cada persona posee una contribución individual que aportar al mundo, y que será la más feliz sólo cuando se le permita donar esa contribución.

Nuestras carreras siguieron una nueva dirección cuando empezamos a aplicar esta perspectiva a nosotros mismos. Aunque obtuvimos nuestros doctorados y conseguimos buenos trabajos como profesores, los dos terminamos por abandonar estos puestos para hacer cosas que nos gustaban más. John, al que le encanta viajar, se hizo consultor financiero internacional. Yo me hice escritora y asesora vocacional, lo que encontré infinitamente preferible a tener un puesto real de trabajo. No por alardear, sino para convencerles de que su vida profesional no ha quedado irremisiblemente dañada, he de mencionar que ganamos bastante más dinero siguiendo nuestros sueños reales que si hubiésemos permanecido en nuestras anteriores carreras. Puede interesarles saber que gente como Charles de Gaulle, la escritora Pearl S. Buck, el ensayista George Will, el entrenador de fútbol Gene Stallings, y un conjunto de personas con mucho éxito han tenido hijos con síndrome de Down. Existen problemas para combinar cualquier carrera con el ser padres, pero la condición de su hijo de ningún modo es un obstáculo insuperable para alcanzar los objetivos de su propia vida.

Una nota final. A las pocas semanas de que Adam naciera, algunos otros padres de la comunidad del síndrome de Down me dijeron que tenía una estupenda vida por delante como defensora de las personas con retraso mental. No me sentí cómoda. Francamente, había hecho otros planes. Durante años, y para liberarme de cualquier sentimiento de culpabilidad, me esforcé con no mucho ánimo en asistir a las reuniones y actos para conseguir financiación, tomar iniciativas políticas, marcar las líneas educativas, reuniones que eran organizadas por otros padres, pero jamás me sentí muy entusiasmada con ello. Sin embargo, cuando Adam cumplió nueve años y había yo decidido ser escritora, me pareció natural escribir sobre él, y así lo hice –no con ningún interés noble, sino porque era eso lo que sentía que quería hacer. Siempre me sorprendió que la gente me dijera que había contribuido a la causa de conseguir la plena integración de los niños “especiales”, porque la verdad es que mis actos eran absolutamente egoístas.

Como consecuencia de esta experiencia, creo que el mejor modo que cualquier padre tiene de defender la causa de su hijo no es abandonar sus ambiciones previas y dedicar su atención a tiempo completo a “la causa”, sino seguir tratando de alcanzar cualesquiera sueños que haya abrigado antes de que su hijo fuera diagnosticado. Conforme usted va descubriendo su propia misión en la vida y al mismo tiempo termina por adorar a su hijo, será inevitable que aporte su contribución a las personas con síndrome de Down, y que ayude a que el mundo se dé cuenta de hasta qué punto necesita de la extraordinaria presencia de estos seres.

Miedo nº 5. Las vidas de mis otros hijos se verán arruinadas

Otra alegre predicción que recibí de mi ginecólogo fue la de que la presencia de Adam destruiría la vida de mi hija de 18 meses, así como la de cualquier otro hijo que pudiera tener en el futuro. Hoy, y con el fin de informar sin prejuicio alguno, pregunté a mis dos hijas de qué manera había afectado a sus vidas el tener un hermano con síndrome de Down. Kate tiene 15 años, dos más que Adam, y Lizzy tiene 11, dos años más joven que Adam. Aunque les entrevisté por separado, sus respuestas a la mayoría de mis preguntas fueron casi idénticas. Fueron también un poco pesadas. No obstante las voy a copiar aquí, porque me hubiesen ayudado inmensamente conocerlas cuando por primera vez trataba de adaptarme al diagnóstico de Adam.

Pregunta: ¿Cómo te sientes por el hecho de tener un hermano con síndrome de Down?
Respuesta (las dos): Es difícil decirlo. No me puedo imaginar no tener un hermano con síndrome de Down.
P: ¿Te sientes alguna vez infeliz por ello?
R (las dos): No
P: ¿Cómo crees que afecta a tu vida social?
R (las dos): No la afecta.
P: ¿Te preocupa tener que cuidar de Adam cuando seas mayor?
R (las dos): No, él haría lo mismo por mí.
P: ¿Has deseado alguna vez que Adam no tuviese síndrome de Down?
R (las dos): No.
P: ¿En qué crees que tu vida hubiese sido diferente de no haber tenido Adam síndrome de Down?
R (Kate): No hubiese sido diferente.
R (Lizzy): Creo que si no hubiese tenido síndrome de Down, podría fastidiarme.

Ahí tienen, la propia descripción de mis hijas sobre la lucha terrible que tuvieron para mantener la paz con la anomalía cromosómica de su hermano. Como he comentado antes, nuestra familia ha tenido mucha suerte por el hecho de que Adam tenga básicamente buena salud y una personalidad tan extraordinariamente agradable. Si esas condiciones fuesen diferentes, mis hijas podían haber experimentado un trauma mucho mayor. Pero sus respuestas revelan que la mera presencia de un niño con trisomía 21 no se traduce necesariamente en un desastre para los hermanos “normales”.

Mi propia percepción sobre mis hijas es la de que aceptan niños de modo poco corriente, sin preocuparse por el hecho de que sean diferentes de ellas en muchos conceptos. Aceptan a las personas de otras culturas, raza, religión, o estado socioeconómico, y piensan que los prejuicios son un gasto de tiempo. Nunca sabremos si hubiesen sido de otra manera con o sin el síndrome de Down de Adam; pero mi opinión personal es que las mentes de mis hijas poseen una perspectiva más amplia y más profunda porque Adam es su hermano.

Miedo nº 6. Estaré siempre triste

Éste es otro de los miedos que se me fue consolidando por los estudios que leí mientras todavía mantenía el embarazo de Adam. Quizá sepan que todos los seres humanos pasan por un “proceso de duelo” predecible cuando les ocurre algo trágico. Comprende las fases de negación, “regateo”, rabia, tristeza, y por último aceptación. Mientras esperaba a Adam, se me dijo que de acuerdo con algunos trabajos de investigación, los padres que tienen un hijo con discapacidad (a diferencia de los padres cuyo hijo se muere), nunca llegan a alcanzar la aceptación. Simplemente giran inquietos alrededor del proceso de duelo, de la negación al regateo, a la tristeza, a la rabia, y vuelta a empezar de nuevo por el resto de sus vidas.

Esta fue probablemente la idea más descorazonadora que escuché durante la etapa acongojada y pavorosa que pasé desde el diagnóstico de Adam hasta su nacimiento. La idea de que tendría ese sentimiento para siempre, o al menos durante el tiempo que Adam y yo estuviésemos vivos, fue tan divertida como tener una sentencia de cadena perpetua en Alcatraz. Afortunadamente, las profecías de tristeza eterna resultaron tan falsas como todos mis otros miedos. Tener un hijo con síndrome de Down no significa que va a ser usted desgraciado para siempre. Por otra parte, tampoco va a ser siempre feliz. Ningún hijo, sea cual fuere su perfil genético, tiene el poder de determinar la experiencia de vida de sus padres. Nuestros hijos sólo pueden crear oportunidades para que cobremos sentido de nuestras propias vidas y lleguemos a un acuerdo con nuestras propias dificultades. Nuestra felicidad no está en sus manos sino en las nuestras.

Dicho esto, la clave apara adaptarse a que su hijo tiene síndrome de Down es dejar que se vayan sus ideas sobre lo que piensa que su hijo podría haber llegado a ser, y disfrutar de lo que su hijo realmente es. A menudo comparo la experiencia con la compra de un animal, creyendo que ha comprado un perrito, se lo lleva a su casa y descubre que en realidad es un gatito. Si se pasa todo el tiempo tratando de que el gatito se comporte como un perrito, olvídese de disfrutar todas esas innatas cosas maravillosas que ocurren con los gatitos. Las personas que tienen síndrome de Down no son mejores ni peores que las que no lo tienen, pero son diferentes en algunas cosas. Esas diferencias pueden ser fuente de desencanto o decepción, pero también pueden ser el origen de un gozo inesperado.

El mero hecho de afirmarlo no les indica lo verdadero que es; habrán de descubrir ustedes las alegrías de su situación observando cómo se desarrolla su maravilloso bebé. Todo lo que puedo decirles es que, para mí, criar a Adam ha sido una fuente de continuas, pequeñas epifanías, momentos en los que su peculiar inteligencia me permite ver el mundo de nuevas maneras. Estoy escribiendo esto justo unos días después del 11 de septiembre de 2001, cuando los terroristas atacaron los estados Unidos y cambiaron el alma americana para siempre. Conforme veía los noticiarios sobre los cascotes humeantes que habían sido las Torres Gemelas, Adam vino a preguntarme qué corbata creía yo que debía llevar para su baile de la escuela. Después de ayudarle a decidir, le señalé a la televisión. Habíamos estado hablando como familia durante varias horas sobre el desastre, y me preguntaba qué consecuencia habría sacado Adam de todo ello.–¿Qué crees que América debería hacer sobre esta cosa terrible? –le pregunté. Adam contempló en la tele las ruinas, frunció el ceño pensando y dijo:–Bueno, simplemente tenemos que seguir bailando.

Este es mi consejo para ustedes, si es que están atravesando por su propia devastación personal, la destrucción de sus propias esperanzas para ustedes y su hijo. Sé que es posible descender hasta llegar a un estado de aflicción permanente, pero en una sociedad llena de oportunidades para sus hijos, esto está muy lejos de ser su única elección posible. Si simplemente se deja a sí mismo amar a su hijo tal como es, ese amor abrirá nuevos modos de ver, idear y experimentar la vida. El espectro de su vida emocional probablemente se hará más amplio que si su hijo fuera “normal” –experimentará más pena, en cierto modo, pero también experimentará más alegría. Algunas personas pueden considerarlo como una carga. Para mí, lo siento como un privilegio.

Varios años después del nacimiento de Adam, una amiga a la que había conocido en la escuela secundaria me llamó para decirme que acababa de dar a luz un hijo con síndrome de Down. Tuve que refrenarme para no decirle, “¡Vaya, felicidades! ¡Eso es estupendo!”. Tuve que recordarme a mí misma que debía respetar su tristeza, sus temores, el dolor de unos sueños frustrados. También respeto estas cosas en usted, así que ahora mismo acepte por favor mis más profundos sentimientos de compasión. Pero me gustaría dejarle un mensaje para más adelante, cuando vea por sí misma la extraordinaria personita que ha entrado en su vida. Tal como mi viejo doctor aseguró, su vida nunca volverá a ser la misma –pero de muchas maneras, será mejor de lo que ese buen doctor pudo imaginar jamás. Tiene usted un bebé con síndrome de Down. Su vida nunca volverá a ser la misma ni para usted ni para su familia. Enhorabuena. Va a ser maravilloso.

Este artículo es un capítulo del libro “Down syndrome: Visions for the 21st Century”, editado por W.H. Cohen, L. Nadel y L. Mirzik. Wiley Ed., New York 2002. Con autorización para su traducción y publicación en Canal Down21.

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