Sobre ser normal


Fui una de esas adolescentes: siempre en problemas por salirme del molde, por desafiar la autoridad, por tener ideas que ponían incómodos a los demás; siempre metida en algo. Me sentía «diferente,» y pasé gran parte de mi adolescencia pensando no solo que me trataban injustamente, sino deseando en secreto ser como los demás.

Durante muchos años creí que tener un esposo y una familia (y probablemente una cerca blanca y un perrito) me haría parecer más «normal.» Me casé a los 25 (ya casi una solterona), y salí embarazada inmediatamente.

Afortunadamente para mi, dí a luz a un hermoso, replandeciente bebé de cabello negro y ojos verdes que nombramos George quien demostró ser inteligente, divertido y perfecto. Comenzó a hablar a los 9 meses (su primera palabra fue «esto» y dijo más de 100 palabras antes de decir Mamá o Papá), caminó a los 10 meses, hablaba en oraciones a los 12 meses, leía a los 3 años y una evaluación a los cinco años arrojó un CI de 145.

¡Yo me sentía orgullosa de él! (sin hablar de presumir por tener un niño más inteligente que cualquier otro). Y aunque terminé divorciándome y me estaba muriendo de hambre para cuando George tenía 18 meses (oops! bueno… eso es casi normal), sabía que siendo mamá y quejándome por las tareas y el cuarto desordenado y la comida chatarra me ubicaba definitivamente dentro del rango «normal».

Entonces un día me desperté para ver a mi hijo cojeando.

«Mira, Mamá. Mi pie no quiere bajarse.»

Los dedos y la planta de su pie izquiero permanecían levantados, y estaba caminando sobre su carcañal.

«Hmm. Extraño. ¿Te diste un golpe ayer? ¿Te duele?»

«No. Pero creo que me puedo poner el zapato.»

«Vamos a observarlo. Con suerte volverá a su lugar hoy mismo. Veremos cuando regreses a casa.»

George era uno de esos muchachos saludables a quien nunca le dió paperas o la gripe cuando todos se enfermaron en el colegio. Tenía una disposición muy alegre y nunca se quejaba. Nunca se me ocurrió que el problema no desaparecería. Inmediatamente. Para siempre. Ese era el tipo de comentario que susurraban las mamás cuando le sucedían cosas malas a los hijos de sus amigas – nunca me pasaría a mi.

Durante los próximos días, observé que el pie de George seguía en esa extraña posición. Fuimos a un terapeuta masajista – pensando que tal vez se había lastimado un músculo. No ayudó. Entonces fuimos a un hipnotista. Luego a un fisioterapeuta.

Después de una semana así, decidí llevarlo a un médico especialista en pies. El médico se preocupó y nos remitió a un especialista.

A medida que progresábamos de médico en médico, se hizo aparente que lo que sucedía con su pie, se estaba extendiendo a su pierna: toda la pierna comenzó a torcerse en un ángulo extraño y George empezó a cojear, quejándose calladamente que le estaban dando unos calambres dolorosos.

Durante el próximo mes, no solo visitamos todo tipo de especialista, sino que nos dieron varios diagnósticos diferentes. Todos terribles: Distrofia Muscular — tipo Duschenne; la enfermedad de Wilson (nunca la había escuchado nombrar); Enfermedad de Perthes – (No. Tampoco conocía esa).

Por ahí por Distrofia Muscular comencé a llorar. Tenía miedo. Era soltera, pobre, no tenía seguro de salud y mi hijo estaba convirtiéndose rápidamente en discapacitado. Ni hablar de menos-que-perfecto. En un parpadear de ojos pasé de ser una divorciada normal con un hijo inteligente y buen mozo, a la mamá de un hijo discapacitado.

Después de cuatro meses de médicos y tres meses en que George prácticamente perdió el uso de su pierna izquierda, comenzando a perder el de la derecha y perdiendo el uso de sus dedos y manos y quien sabe lo que vendría ahora, ingresamos a George al hospital para hacerle exámenes. Ya eso era bastante malo, pero además lo pusieron en un pabellón con niños y bebés hermosos con enfermedades curables. Por la noche me paseaba por los pasillos sintiendo resentimiento por esos pequeños niños enfermos, sabiendo que mejorarían y mi hijo no.

A estas alturas ya sabíamos que lo que fuese que tenía George era serio. Solo quedaba determinar si podría vivir y por cuanto tiempo, y en qué grado de torcedura.

Eventualmente se le diagnosticó Distonía idiopática de torsión (Generalized Torsion Dystonia/distonía generalizada) – un trastorno del movimiento que afecta los músculos voluntarios. Se asemeja a la Parálisis Cerebral excepto que no ataca el cerebro. En vista a que es una enfermedad tan rara, y se manifiesta en múltiples formas, es particularmente difícil de diagnosticar. Afortunadamente, supe de una estudio investigativo que realizaban en un hospital de New York. George se integró a un ensayo clínico medicamentoso (medication trial), y comenzamos lo que sería una batalla de por vida entre la gravedad – la movilidad – el dolor.

Por lo tanto, a la edad de 10 años, George era un niño discapacitado. Ya no podía caminar – inclusive estuvo durante un período de tres meses sin poder utilizar sus manos o la boca o los dedos, hasta que encontramos una medicina que logró aliviar la tensión.

Y muy de repente, George era “diferente”. Ya no era alguien de quien me sentía orgullosa – de hecho me sentía apenada por él. Se tambaleaba y babeaba y se le caían las cosas. Sus amigos dejaron de hablarle – los amigos del vecindario que lo conocían desde pequeño, los amigos que habían compartido con el en el colegio Montessori durante toda la vida y que vivían en casas progresistas, con padres inteligentes y exitosos.

Los niños le decían tonto tullido y yo tuve que convocar una reunión en el colegio para explicarles a todos que lo que tenía no era contagioso, que no se convertirían en discapacitados por tocarlo; que seguía siendo el mismo chico por dentro pero con un cuerpo diferente. Y que no podía jugar con ellos como solía hacerlo.

En la noche, mientras lo ayudaba a meterse en la cama, George me preguntaba ansioso: “Mamá, si rezamos VERDADERAMENTE duro, ¿crees que ya podré caminar cuando me despierte?”

Me partía el corazón.

Y lloré. Lloré sin parar durante un año. Perdí mi trabajo porque no podía dejar de llorar. Me escapaba de noche a casa de unos vecinos, donde mis amigos me hacían la guardia, turnándose entre 2 y 4 am, para acompañarme mientras yo lloraba. Entonces debía regresar a casa para ducharme y despertar a George para iniciar el día temerosa preguntándome qué miembro o músculo se habría torcido e inutilizado durante la noche.

Y tuve que aprender a querer a una persona diferente. Tuve que empezar de cero primero superando la ira que sentía por la mala jugada que me había tocado y compadeciéndome a mi misma. Luego superando la furia de tener un hijo con discapacidad. Y tuve que perdonar a Dios y a mi hijo menos-que-perfecto y enfrentar el verdadero trabajo de ser madre: ¿Lo trato como a cualquier niño? ¿Le permito salirse de sus deberes en casa? ¿Lo disciplino cuando requiera límites? ¿O debo simplemente consentirlo y complacerlo en todo y tenerle lástima? ¿Por cuánto tiempo lo dejo conservar su patineta? ¿O intentar “caminar” al colegio? ¿Debo obligarlo a ejercitar sus piernas? ¿O excusarlo cuando se queje?

Claro que aprendí a caminar esa línea ténue y difícil, y tuve que aprender a convivir con la realidad que «normal» sería simplemente lo que fuese. Y que eso estaba bien.

Cuando George cumplió los 18, los médicos descubrieron una medicina que le permitió pararse, medio tambaléandose, aunque la enfermedad continuará progresando durante el resto de su vida. Actualmente tiene 30 años y es un orgulloso miembro del Equipo de Esquí Olímpico para Discapacitados, y el Equipo de Soccer Olímpico para Discapacitados. Ganó una medalla de bronce y una de plata en las dos últimas olimpiadas. Y yo, hice limonada y fundé la Sociedad de Dystonia (The Dystonia Society) a través de la cual los niños de todo el mundo tienen acceso a la medicina que permitió a George caminar. Actualmente hay miles de niños caminando que no hubiesen tenido la esperanza de hacerlo si estas medicinas no llegaran a sus manos.

«Normal» solo una palabra en el diccionario. Lisiado y discapacitado… todos somos lisiados y discapacitados. Furia y verguenza, sentimientos como cualquier otro. George es mi hijo. Y yo lo quiero justo como es: divertido, simpático, inteligente y solo un poquito torcido.


Autora: Sharon Drew Morgen
Sobre Sharon Drew Morgen: Es autora del Bestseller del New York Times «Selling with Integrity.» Es consultora, entrenadora y conferencista. Vive en Austin (TX, EE.UU.) y Taos (NM, EE.UU.)

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