Perseverar. Querer es poder.

Hay muchas razones y excusas para interrumpir una tarea difícil: “es muy pesada”, “no tiene sentido continuar”, “de todas maneras no la voy a terminar” o los clásicos “no es tan importante” o “al fin que ni quería”.

Perseverar, esforzarnos en una actividad que nos desafía, requiere tener la confianza de que uno es capaz de completar lo que ha iniciado. Disciplina, motivación y una sana autoestima son la tríada indispensable para no soltar nuestras metas. Cada una es una habilidad importante en sí misma. En combinación son la garantía de que seremos capaces de lograr aquello que nos hemos propuesto.


DISCIPLINA

Disciplina es: actuar de una manera predeterminada sin recibir un reforzamiento inmediato por hacerlo. Es ejercer la voluntad, la fuerza de nuestra propia determinación. Hacemos algo porque creemos con intensidad en lo que estamos haciendo y comprendemos que es importante para nosotros. Tener una meta a largo plazo nos da la fortaleza necesaria para apegarnos a la actividad a pesar de los inevitables momentos de duda o debilidad.

Necesitamos de la disciplina cuando no estamos motivados por la actividad, cuando no hay un reforzamiento inmediato: el orgullo de haber completado la tarea, recompensas o sentido de logro. La disciplina consiste en trabajar hacia una meta específica porque creemos en lo que hacemos. Ponernos a dieta, por ejemplo, a pesar del hambre. Lo hacemos porque lo tenemos que hacer, no necesariamente porque nos gusta.

La disciplina, además, es una habilidad que debe ser entrenada. Los niños aprenden a través de la llamada i/Ley de la abuela/: “puedes comerte el postre siempre y cuando te termines las verduras”. Es decir, obtienen una recompensa si realizan una actividad poco deseable para ellos. El premio anima al niño a completar la tarea.

Es poco probable que un niño desarrolle la disciplina necesaria para hacer algo que le desagrada como resultado de una visión de largo plazo. Los niños generalmente no ven más allá de lo que tienen frente a sus narices. Si los padres decimos cosas como: “cómete el brócoli, lo agradecerás cuando tengas mi edad”, lo único que el niño entiende es que el brócoli huele y sabe mal b/ahorita/ y, lo que es más importante, los padres les parecemos tan viejos que nuestro argumento se vuelve totalmente irrelevante.

Las recompensas que ayudan a desarrollar la disciplina deben darse de manera inmediata cuando se da la conducta deseada. Ver la tele porque ya terminaron su tarea escolar es una recompensa directa. Los puntos, palomitas, las clásicas estrellitas o caritas sonrientes para estimular un comportamiento apropiado son premios simbólicos. En la medida en que el comportamiento se estabiliza las recompensas pueden darse de manera intermitente, esto es, después de un período previamente especificado –si mantiene un promedio de ocho durante el trimestre- o al completar un número específico de veces el comportamiento deseado –podrá ir al cine el sábado, si hace su cama todos los días de la semana.

Si seguimos de manera correcta y sistemática un método de recompensas, la disciplina se desarrollará de forma lenta pero segura.

Finalmente, la disciplina es también un acuerdo familiar. Si la familia es disciplinada, será considerablemente más fácil fomentar esta actitud en el niño. El ejemplo es un maestro poderoso.


MOTIVACIÓN

La motivación no es un fenómeno de todo o nada. Generalmente estamos motivados en algunas áreas de nuestra vida y desmotivados en otras. Pocas personas, por ejemplo, requieren estímulos para comer, ver la tele o jugar. La motivación es necesaria cuando tenemos que hacer algo que no disfrutamos particularmente o que no percibimos como relevante.

Esto es especialmente cierto cuando se trata de niños quienes rara vez se sienten motivados para hacer las cosas que realmente los benefician. Para los chicos con necesidades especiales, por ejemplo, es muy difícil encontrar la motivación para hacer los ejercicios necesarios que fortalecerán sus músculos débiles o desarrollarán sus habilidades cognitivas. Deben ser animados por sus padres y maestros. ¿Cómo? Los niños se motivan por lo que b/ellos/ mismos consideran valioso y relevante. Frecuentemente tratamos de animar a nuestros hijos con consignas como: “es por tu bien”, “un día me lo agradecerás” o “si no haces esto serás castigado”, los típicos mensajes que caen en oídos sordos.

Para motivar a un niño debemos pensar como él: “’y ¿qué gano yo con eso?”. Motivar depende de nuestra capacidad para identificar los beneficios que el niño va a experimentar si hace lo que le estamos pidiendo.

Una mamá que conozco estaba interesada en motivar a Pablo, su hijo, quien tiene síndrome de Down, a practicar los nombres de los colores. Como era de esperarse, el chico pensaba que los ejercicios eran tediosos y aburridos. Escuchaba unos minutos y luego se paraba, daba vueltas por el cuarto o tiraba el material en el piso dejando a su mamá impaciente y frustrada.

Esta mamá sabía que a Pablo le encantaba pasear en coche con su hermano mayor, por eso, en lugar de decir, “tienes que aprender los nombres de los colores para que todos vean que ya eres un niño grande”, cambia a “¿te gustaría ayudar a Pedro a manejar el coche? Si aprendes los colores le puedes decir cuándo debe parar en el semáforo y cuándo seguir. Cuándo puede ir rápido y cuándo empezar a frenar”. La idea de ayudar a su hermano mayor a manejar fue fascinante para Pablo y su mamá supo identificar qué ganaba el niño al aprender los nombres de los colores. Simple y directo.

Otro componente importante de la motivación es el optimismo, pues nos ayuda a centrarnos en aquello que podemos hacer y a dejar de lamentarnos por lo que está fuera de nuestro alcance. Nos permite estar agradecidos por las pequeñas cosas y no abrumarnos con la enormidad o dificultad de la tarea que tenemos por delante.

El optimismo y su hermano gris, el pesimismo, son actitudes aprendidas. Los niños no nacen siendo una cosa o la otra. De acuerdo con las investigaciones realizadas sobre el tema, es una conducta aprendida a partir de las siguientes formas de interacción: la actitud de la madre, esto es, si ella es básicamente optimista en su visión de los sucesos de la vida; la explicación que los maestros y otras personas significativas dan a los éxitos y fracasos del niño, y el hecho de haber sufrido pérdidas en la infancia tales como muertes cercanas, divorcio de los padres o enfermedades.


El segundo punto requiere un comentario adicional. Si los fracasos y dificultades de un niño, por ejemplo, son explicadas como consecuencia de algo frente a lo que no podía hacer nada (como cuando los padres o maestros dicen: “las niñas no son buenas para las matemáticas”) se estimula una actitud pesimista. Al contrario, cuando las dificultades del niño se explican como resultado de algo que el niño puede modificar, se está modelando una orientación optimista.

Si creemos, antes de iniciar una actividad, que no vamos a poder lograr nuestra meta es poco probable que los sintamos suficientemente motivados para intentarla. Si esto es así, el establecer metas realistas nutrirá nuestro optimismo. Nada socava más la visión positiva que enfrentar algo que está obviamente más allá der nuestras posibilidades. La identificación de metas realistas es un arte más que una ciencia: si apuntamos muy bajo, pronto nos aburriremos de la actividad. Si apuntamos demasiado alto, sufriremos la frustración y desilusión de no ser capaces de cumplir.

Fijarnos metas es un proceso de ensayo y error. Frecuentemente no nos damos cuenta de lo inapropiada que resulta una tarea hasta que la intentamos. Tenemos que usar las reacciones del niño como un indicador de qué tan cerca estamos y si nuestro objetivo es el adecuado.


AUTOESTIMA

Sin una autoestima sana no hay posibilidades de persistencia y esfuerzo. La autoestima es la habilidad de evaluar quiénes somos sin exagerar nuestras cualidades o nuestros defectos. De vernos a nosotros mismos tal como somos de manera comprensiva y sin juzgar.

Los padres pueden ayudar a sus hijos con discapacidad a desarrollar una autoestima sana hablando claramente sobre la discapacidad y las limitaciones consecuentes, enfocándose en las capacidades y habilidades del niño y ofreciéndole tantas actividades disfrutables como sea posible. Si el niño encuentra placer en lo que hace, se sentirá mejor respecto a sí mismo y respecto a lo que la vida le ofrece.

Puede ser que resulte obvio para el lector, pero es muy importante reconocer tanto el esfuerzo como los resultados. Si el niño tiene dificultades en una tarea en particular, es de suma importancia resaltar la habilidad del niño para esforzarse a pesar de sentirse frustrado o inseguro. Los chicos necesitan enfrentar sus responsabilidades divididas en etapas pequeñas, ordenadas y manejables. Entre más pequeño sea el paso, más fácil será completar la tarea.

La autoestima también se refuerza cuando validamos los sentimientos negativos que el niño manifiesta en relación a su discapacidad. Cuando un niño experimenta que sus padres reconocen y validan sus sentimientos: “entiendo que estrés muy enojado por tener que escribir tantas veces esa palabra” o “me doy cuenta que estás muy triste porque no puedes caminar”, se sentirá mejor consigo mismo y con lo que siente. Si los padres, y quienes rodean al niño, tratan de convencerlo de que no debe sentir lo que siente, su autoestima se verá minada profundamente.

Para fortalecer la autoestima es importante saber cuáles son nuestras expectativas respecto al niño. Si esperamos demasiado de ´le, podemos estar contribuyendo a su sensación de inadecuación. Si esperamos demasiado poco, no estaremos ofreciéndole los retos que necesita para demostrarse, a sí mismo, que es capaz de superar algunos obstáculos.

La persistencia –la capacidad de esforzarnos- es resultado de la disciplina, la motivación y la autoestima. Un niño necesita creer en sí mismo para sentirse motivado o ser disciplinado. Como padres, podemos ayudar a nuestros hijos a creer en sí mismos si reconocemos sus capacidades y habilidades, respetamos sus limitaciones y reconocemos el esfuerzo que hace para alcanzar sus metas.

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