Nuevas generaciones, nuevo retos, nuevas estrategias – Síndrome de Down

Desde que empecé a trabajar con personas con síndrome de Down me planteé lo complicado que debía ser, que en realidad es, ir por la vida con una discapacidad inscrita en la cara. Esa cara recibe miradas de todo tipo por parte del resto de las personas y cada una de esas miradas entraña un juicio -o más bien un prejuicio- y una calificación -casi siempre errónea, por cierto, dejando poco espacio para el atractivo que supone el hecho de conocer a un ser humano. Definimos o identificamos a las personas por el síndrome, y un síndrome es un conjunto de características que definen una alteración; en este sentido, las personas con síndrome de Down se nos antojan seres bastante incapacitados para llevar una vida normal. ¿Cómo puede una persona acceder al mundo y moverse en él llevando una etiqueta que lo define como un conjunto de síntomas, como un síndrome?

El síndrome de Down cursa con un retraso mental ligero-medio, con unos rasgos físicos determinados y con una predisposición a ciertas enfermedades (cardiopatías, trastornos digestivos, del aparato respiratorio, etc.) que, hoy día, con la medicina preventiva, no privan de una buena calidad de vida. El resto de cosas, las cualidades, los defectos, el desarrollo de las capacidades, el carácter, la salud mental… tienen que ver con la genética y con los factores ambientales y educativos.

Tienen capacidades
Las personas con discapacidad tienen muchas capaci-dades. Pero la realidad es que, a veces, ni siquiera las llegan a desarrollar porque el concepto de discapacidad las engloba y califica de tal manera que no les deja espacio para pensar en sus (las) posibilidades. Existen mitos, estereotipos que definen a las personas con síndrome de Down como cariñosas, tozudas, dóciles, etc., pero esta generalización supone un grave error. Encasillar a una persona dentro de un determinado funcionamiento cierra sus posibilidades de crecimiento, de futuro.

Cuando los padres de un bebé con síndrome de Down nos preguntan cómo son «estos niños», no debemos definirlos nunca en función del síndrome porque ¿qué sabemos de ese niño? ¿Sabemos cómo serán los otros niños, los que no tienen una discapacidad? Si hablamos de sus handicaps antes, incluso, de que se manifiesten, si destacamos lo que no sabrá hacer, si ponemos un «techo» de antemano, estamos limitando, encasillando e impidiendo el desarrollo personal y social de ese recién nacido. Y no se trata de negar la discapacidad, porque bien sabemos que ese niños va a necesitar, seguramente, muchos apoyos para desarrollar sus capacidades, sino de no pensarlo y enmarcarlo, desde que nace, como incapaz.

El derecho a equivocarse
Para un buen desarrollo de la personalidad es funda-mental la existencia de un proyecto de vida, de expectativas de futuro. Si el mensaje es que no servimos para nada, difícil-mente nos superaremos. Las personas con síndrome de Down necesitan un trato normal y esa «normalidad» es muy difícil de ofrecer. El niño tiene que descubrir sus recursos y posibilidades y para ello se le tiene que permitir ponerse en situación de elegir, de frustrarse, de tener obligaciones, de resolver problemas, exactamente igual que el resto de los niños. Es cierto que su discapacidad le hará ser más lento, equivocarse más, repetir el trabajo más veces, pero sabemos que puede aprender, que puede adaptarse, que puede avanzar. Y, si se le sobreprotege, se impide su desarrollo como sujeto. Pensar que no es capaz o mirarle con pena, le inutiliza. Posibilitar que un niño con discapacidad se frustre, no resolverle los conflictos, dejarle decidir y no decirle constantemente lo que tiene que hacer es algo muy difícil, porque la libertad entraña un riesgo. Sin embargo, no debemos olvidar que ese riesgo, bien asumido, se traduce en autonomía. Y si los demás niños tienen este aprendizaje, ¿por qué no lo va a poder recibir un niño con síndrome de Down?

Empezar a conocerse
Actualmente la mayoría de niños con síndrome de Down en España asisten a escuelas ordinarias y comparten su educación con niños sin discapacidad. El hecho de tener referentes de normalidad ha influido muy positivamente en su adaptación social. Sin embargo, y puesto que a la escuela no sólo se va a aprender sino también a formarse y socializarse, todavía no se trabaja suficientemente el tema de la identidad. El niño con síndrome de Down, o con cualquier otra discapacidad, enseguida percibe que es diferente, y percibe con más intensidad lo que no puede hacer, lo que le cuesta más, es decir, la discapacidad.

Durante el primer año de Primaria se aprende a leer. Al niño con síndrome de Down le cuesta más. Como no aprende al ritmo de los demás, piensa que es «tonto» (de hecho, a veces lo verbaliza) y puede desarrollar un rechazo a los aprendizajes, o manifestar un trastorno de conducta o de comportamiento que lo va a expresar en la forma de molestar, romper el cuaderno del compañero que escribe o dibuja mejor, provocar, para llamar la atención; o, incluso, termina por aislarse y deprimirse. Ese sería un buen momento par explicarle al niño que tiene el síndrome de Down y que con el síndrome de Down le cuesta más hablar, leer o escribir.

Pero no nos hemos de quedar aquí, con lo negativo. Hay que explicarle todo lo que hace o puede hacer igual que sus compañeros: vestirse solo, comer, ducharse, jugar en el patio… Hay que hacerle ver sus progresos. Ayudar al niño a ver sus capacidades, a que comprenda que la discapacidad no lo abarca ni aprisiona, a potenciar sus habilidades y a descubrir sus competencias, sin negar aquello que le cuesta más trabajo hacer, le ayudará a crecer de una manera armónica. Hemos de estar convencidos que no es posible aceptar la discapacidad si, a la vez, no se descubren las capacidades.

Ignasi Puigdellívol, Catedrático de Didáctica (Educación especial) en la Escuela de Formación del Profesorado de la Universidad de Barcelona, define el déficit como una limitación, como lo que falta, y discapacidad como la consecuencia social de ese déficit, en el proceso de adaptación. Una misma limitación puede ser mucha o poca (una amputación de pierna a un albañil le invalida, pero a una persona que realiza un trabajo intelectual, no le invalida). Una cosa, pues, es el déficit y otra la discapacidad que tiene un componente social muy importante. Este mismo autor nos dice que hay que acoger las limitaciones y esto no es fácil. Hay que incluir en la clase a los niños con discapacidad y exigirles todo lo que puedan dar de sí, porque con la exigencia les estamos diciendo que tenemos expectativas altas. Es importante recordar que, cuando exigimos, estamos confiando en que el otro puede responder.
La posición en la familia
De la misma manera, en casa, el niño ha de tener una posición dentro de la estructura familiar. Los padres tienen que aprender a conocer, a aceptar y a encontrar al niño que hay detrás del síndrome. Preguntarle su opinión, dejarle escoger y no ofrecerle las cosas hechas generan en el niño una actitud activa. Sin embargo, el niño con síndrome de Down todavía se muestra muy pasivo, muy receptivo, a veces, incluso, puede parecer vago. Creo que le falta motivación y curiosidad y ambas cosas no tienen que ver exclusivamente con el síndrome sino con esta menara nuestra de adelantarnos a sus deseos y de anularlos en sus opiniones. Entre un niño con síndrome de Down y otro sin él hay muchos más parecidos que diferencias. Habitualmente, sólo vemos las diferencias. Y estas diferencias nos llevan a abordar cualquier tema desde lo terapéutico: como explica el profesor Enrico Montobbio, si un niño sin discapacidad monta a caballo, hace eso, montar a caballo. Si el que monta a caballo es un niño con síndrome de Down, lo que hace es hipoterapia. Entonces, ¿cómo esperar una respuesta normal ante un trato enfermizo con un abordaje terapéutico?

Me sorprendió mucho una vez un señor con síndrome de Down que vino a mi consulta porque tenía miedo a los espacios abiertos. La angustia le producía vómitos y otros trastornos digestivos. Tenía, entonces, unos 38-40 años, trabajaba en un negocio familiar y llevaba una vida bastante autónoma, aunque muy cerrada en el círculo familiar. Antes de llegar a mí se había visitado con otros especialistas: el médico de cabecera, el neurólogo, el de digestivo, etc. Venía acompañado por su madre y estuvo un rato explicándome lo que le ocurría y respondiendo a todas las preguntas que yo le hacía para elaborar la historia clínica. Al acabar la visita me dijo: «me gusta venir a los médicos de la Fundación porque aquí te preguntan a ti qué es lo que te duele y lo que te preocupa y no a la madre.»

¡Cuántas veces he reflexionado sobre esa frase! ¡Cómo anulamos, sin mala intención seguramente, a la persona con discapacidad al dirigirnos a otro en lugar de a ella misma, no dándole opción a que se explique, porque suponemos que no lo sabrá hacer bien! Alexandre Jollien, un joven filósofo con parálisis cerebral, comenta en uno de sus libros precisamente sobre esto, poniendo el ejemplo de que cuando él va a un restaurante, aunque esté visiblemente leyendo la carta, el camarero siempre pregunta a su acompañante qué comerá él, dando por hecho que no puede expresarse, que no sabe leer o que no sabe qué quiere. Nos dirigimos a las personas adultas con discapacidad como si fueran niños pequeños, cambiamos el tono de voz (infantilizándolo), les decimos lo que tienen que hacer y cómo lo tienen que hacer sin dejar espacio para la equivocación, para el ensayo, para aprender de los errores.

Sujetos activos, con deberes
La identidad implica la concepción de sujeto como ente activo, pero son muy pocas las personas con discapacidad (especialmente la intelectual) que llegan a ser sujetos activos de su propia vida. Trabajamos constantemente con ellas los hábitos, las actitudes, lar normas para que aprendan y se socialicen sin darnos cuenta de que la automatización a la que les sometemos puede llevarles a ahogar su deseo y a desconectar de su vida afectiva. No escuchamos suficiente, ni nos interesamos lo suficiente por sus inquietudes, por sus sentimientos y por sus emociones, esperando siempre que sean ellos los que se adapten e integren, aunque no facilitamos excesivamente que lo hagan, como si no creyésemos, en el fondo, que lo pudieran hacer.

Hace unos años, el día después de vacaciones de Navidad, coincidió que atendí en la consulta a personas adultas con síndrome de Down. La mayoría con trabajo en empresas ordinarias y con bastante destreza en cuanto al manejo de sus habilidades sociales. Pues bien, tras explicarme qué regalos habían recibido por Navidad por parte de sus padres, hermanos, cuñados, etc., les hice a todos la misma pregunta. ¿Y tú? ¿Qué les has regalado? Excepto uno, que le había pedido a su hermano que le acompañara a comprar regalos, los demás ni se lo habían planteado.

Al parecer estaban exentos de responsabilidades adultas. «Juegan» a trabajar, a ganarse la vida, pero permanecen anclados en relaciones infantiles de pasividad y dependencia y lo que es peor, es que nadie se extraña. Nadie espera un intercambio adulto. Ninguna familia esperaba regalos (como no esperas regalos de un hijo pequeño). Esta actitud nuestra, de la sociedad, desorienta profundamente a las personas con síndrome de Down que no entienden nuestros mensajes: «eres mayor, pero no espero de ti un comportamiento adulto».

La adolescencia
Un período fundamental en la construcción de la identidad es la adolescencia. La adolescencia implica una crisis y, para la familia, es una etapa temida y negada a la vez. Las primeras manifestaciones de la adolescencia (los cambios corporales, las manifestaciones sexuales) nos anuncian que el niño está dejando de serlo y, si ya resulta difícil la tarea educativa de un niño con discapacidad, imaginarlo adulto genera todo tipo de ansiedades. Sin embargo, la adolescencia es la etapa que va a desembocar en la asignación de un rol social sin el cual no hay posibilidad de una identidad real para la persona con discapacidad; rol que es primero de estudiante, pero que debe ir dirigido a lograr un papel social en el mundo de los adultos.

Los problemas psicológicos más frecuentes en el síndrome de Down son los trastornos depresivos, que pueden presentarse con conductas psicóticas (desconexión, aislamiento, estereotipias), como una alteración del comportamiento o como una desorganización conductual. Y estos problemas aparecen más en la adolescencia pues en esta época el adolescente percibe la desigualdad en comparación con los compañeros sin discapacidad.

Ante el nuevo reto de lo laboral
Se nos hace difícil hablar al adolescente de su síndrome, evitar la sobreprotección, ayudarle a tomar decisiones sin decidir por él y, todos estos déficits en su preparación como ser humano, luego, en la vida adulta, se reflejarán en esa impo-sibilidad, ya mencionada, de convertirse en sujetos activos.

Sirva de ejemplo un chico que trabaja de administrativo en una empresa importante de productos alimenticios dietéticos. Un día vino el Presidente de la empresa y el chico se dirigió a él tuteándole y permaneció sentado en su silla mientras el presidente se dirigía a él. Cuando se le hizo reflexionar sobre ello, parecía no entender qué se le decía. Al hablar con sus padres de lo sucedido explicaron que ellos no le habían enseñado a llamar a nadie de usted porque no pensaron nunca que su hijo tuviera que hacerlo.

La identidad adulta está íntimamente ligada al rol laboral, puesto que la entrada en el mundo laboral representa la entrada en el mundo de los adultos. Y las personas que no tienen un rol social, no pueden reconocer el rol de los demás.

Recuerdo el caso de un joven de algo más de 20 años que, desde que nació, estuvo integrado en el parvulario y en la escuela hasta 4to de ESO, y de ahí fue directo a un taller ocupacional, por falta de recursos en su ciudad. El taller resultó muy traumático para él y se negó a ir. No se había trabajado su identidad y el «enfrentamiento» a un entorno de personas con discapacidad le impactó tanto que le desorga-nizó. Desde el año pasado está en casa, con una importante actitud de oposición hacia sus padres (ya mayores y con poca fuerza), regresiones múltiples, retraimiento social, tristeza, pasividad, negación del síndrome, etc. Está solo, no tiene amigos y se niega a realizar actividades. Es evidente que se trata de una depresión.

En estos casos los chicos han estado integrados en las escuelas, en un medio normalizado y, de repente, se encuentran en entornos de personas con discapacidad y no entienden qué pasa. No son conscientes ni aceptan sus limitaciones, porque tampoco valoran sus capacidades, se ven separados de los amigos de siempre que hacen otra vida y ven cómo sus hermanos se emancipan y se emparejan y ellos no tienen acceso a ese tipo de vida.

Paradójicamente, se da también el caso de jóvenes (entre 21 y 25 años) que aterrizan en el mundo laboral a una edad en la que los chicos sin discapacidad están en período de formación, y debido a la edad y a la discapacidad, son todavía muy inmaduros. Se ven sometidos a exigencias e, incluso, a rechazos para los que no están preparados, que les generan un estrés insoportable y les hace sentirse inútiles o poco válidos. Los padres, por su parte, sienten que han fracasado o que se han equivocado.

Una madre me explicó que su hija, después de un «fracaso», por sobre-exigencia, en una empresa (sobreexigencia nuestra, de los «profesionales», que, para evitar fracasos -los nuestros-, en ocasiones, exigimos más de la cuenta, en lugar de ofrecer apoyo) ahora está feliz haciendo prácticas en un comedor de un parvulario. La chica tiene 20 años. Los niños la aprecian, la valoran, es «la profe de comedor» y ella se siente muy segura y, por lo tanto, rinde más. Es evidente que, antes de que pueda trabajar con la exigencia de ganarse la vida, tiene que madurar; pero todavía tiene tiempo.

El problema es que no existe una formación adaptada después de la escuela para las personas con discapacidad y comienzan a trabajar a edades muy tempranas, entrando en un mundo adulto sin serlo todavía. Una persona con discapacidad precisa ayuda para adaptarse a cualquier imprevisto y necesita aceptación y tolerancia. Necesita confiar en sí misma y para esto es necesario que los demás confíen en ella. Requiere de apoyos y cariño. Y, a veces, el entorno social o laboral en el que se mueven no solo no beneficia sino que hace daño. De ahí, depresiones o regresiones a la infancia en la que eran más felices.

Para acabar, he de recordar que la vida adulta no consiste sólo en trabajar. El ocio, el tiempo libre, los amigos y las relaciones afectivas son aspectos de la vida que hay que cuidar. Tratar con normalidad no consiste en exigir lo mismo que a los demás, sin dar libertad o sin tener respeto. Las personas con síndrome de Down que llevan una vida normalizada tienen deberes pero también derechos: derecho a enamorarse, a tener pareja, a equivocarse, a ir solos por la calle, a salir con sus amigos, en definitiva, a gestionar su vida hasta donde puedan hacerlo. Y todo esto da miedo y angustia. La sobreprotección, que parece inevitable, impide el crecimiento como sujeto y favorece el aislamiento y la desconexión.

Quisiera terminar con una cita de M. Quoist, que dice así:
Si el hombre tiene miedo de caminar, que no se suelte de la mano de la madre. Si tiene miedo de caer, que se quede sentado. Si tiene miedo de un accidente, que deje el coche en el garaje. Si tiene miedo de escalar, que se quede en el refugio. Si teme que no se abra el paracaídas, que no salte. Si tiene miedo de la tempestad, que no leve anclas. Si teme no saber construir su casa, que la deje en proyecto. Si tiene miedo de equivocar el camino, que se quede en casa. Si tiene miedo a sacrificarse y al futuro, que renuncia a vivir, que se encierre y se deje llevar… Entonces, quizá sobreviva, pero ya no será un hombre, ya que lo genuino del ser humano es querer arriesgar razonablemente su vida.


Autora: Beatriz Garvía, psicóloga clínica y coordinadora de programas en la Fundació Catalana Síndrome de Down, Barcelona, España. Fuente: Revista Síndrome de Down


Referencias:
Jollien, Alexandre. Elogio de la debilidad. Barcelona: RBA, 001, 116p.
Montobbio, Enrico. La identidad difícil: el falso yo en la persona con discapacidad psíquica. Barcelona: Fundació Catalana Síndrome de Down, 1995, 66p.
Puigdellívol, I. La educación especial en la escuela integrada: una perspectiva desde la diversidad. Barcelona: Graó, 1990

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