La alegría de vivir …


Vaya por delante una pregunta sencilla, sin intención.

¿Vemos alegres a nuestros hijos? Quizá valiera la pena imaginarnos que tenemos que programar una encuesta con esta pregunta. ¿Nos atreveríamos a predecir el sentido de la mayoría de las respuestas?

Lógicamente, las condiciones de cada interesado son muy diferentes. La edad; los problemas sanitarios que acompañan, y a veces muy duramente; los problemas económicos. Dificultades de todo tipo. Está después el grado de desarrollo psicológico, su conciencia personal, su grado de satisfacción con los logros que obtiene…

Sin duda, la pregunta puede ser muy difícil de contestar de un modo global y exige cantidad de matices. Y sin embargo, nos parece que es pertinente hacérnosla porque, si bien miramos, esa pregunta nos lleva a hacernos esta otra ya mucho más personal y comprometida: ¿qué hacemos nosotros para que nuestro hijo alcance y tenga alegría de vivir?

De pronto nos asaltan recuerdos, dudas, inseguridades.

Dejemos a un lado todas esas circunstancias más o menos objetivas con las que podemos tratar de justificarnos. Y quizá debamos empezar por aceptar un principio: «Si yo no me esfuerzo para que mi hijo viva con alegría, es difícil que él por sí mismo llegue a vivirla». Una alegría que esté adaptada a su edad, a sus características psicológicas, a sus obligaciones, a sus posibilidades.

A decir verdad, no lo tenemos fácil. O no nos lo ponen fácil.

Desde que nacen nos asaltan las dudas y nos anuncian problemas. Nos inundan de consejos y de fórmulas para prevenir esto o aquello. Nos llenan de programas para que el niño consiga… alcance… llegue a… Y terminamos por preguntarnos: «Realmente, ¿se dan las circunstancias para que yo viva alegre? Porque si yo no vivo la alegría, ¿cómo se la voy a transmitir a mi hijo?»


Quizá debamos reflexionar y aceptar que la alegría no está reñida ni con la buena programación, ni con la adecuada exigencia, ni con el corte de una rabieta, ni con el esfuerzo. La alegría de nuestro hijo es una alegría ganada para él a través de nuestra conducta coherente, de nuestro talante, de la satisfacción que le mostramos de forma permanente por ser él y no otro -unas veces lo haremos de un modo explícito y otras de un modo más disimulado. Es muy fácil deleitarse con el hijo de 2 años y decirle que es un tesoro. ¿Y con el de 8, o el de 15, o el de 25 años? Porque, obviamente, a más años más problemas, o más roces, o más cansancio. Pero pese a ellos, hemos de seguir transmitiéndoles la inmensa satisfacción que nos dan, lo mucho y bueno que significan en nuestras vidas, y hemos de seguir destacando las buenas cualidades de que están dotados.

La alegría profunda, no la circunstancial, nace de uno mismo cuando se siente de verdad querido y aceptado; cuando se reconoce como persona útil que sirve dentro de su comunidad familiar, laboral o social; cuando vive en comunicación con personas a las que entiende y de las que se ve comprendido; cuando se ve capaz de desarrollar y desplegar de verdad su rica inteligencia emocional.


Fuente: Editorial de la revista Down21.org

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