Elogio a la lentitud


Es habitual escuchar de boca de los familiares y profesionales que conviven en estrecha relación con personas con síndrome de Down que éstas “son muy lentas”. Y esa observación lleva en su interior el germen de una valoración negativa de esa lentitud, que se entiende como un defecto imperdonable.

Vivimos en un mundo que rinde pleitesía a la velocidad, en el que todo ha de realizarse con rapidez. Comemos apresuradamente en restaurantes que se nutren del principio de “engulle, traga y vete”. La comida rápida (fast food) es solo una de las maneras en que se materializa el consumo acelerado que sustenta nuestra sociedad. Los coches son cada vez más veloces aunque esa velocidad se cobre un precio desproporcionado en forma de víctimas mortales en las carreteras.

En el trabajo, las tareas han de finalizarse con diligencia; y hacer muchas cosas en el menor tiempo posible es, según parece, la base de la eficacia. Paradójicamente, a menudo, realizar una tarea con lentitud produce resultados mucho más rápidos. Las vacaciones, a su vez, se planifican milimétricamente por medio de viajes estresantes, en los que el objetivo principal consiste en visitar el mayor número posible de lugares, aunque al regreso no recuerde uno dónde ha estado ni haya vivido ni un solo instante de sosiego o de verdadera alegría.

Ha sido estudiada, además, la estrecha relación existente entre la prisa y la violencia. La persona apresurada lo quiere todo ahora mismo y, por eso, cuando encuentra un obstáculo entre ella y su objetivo, emplea la violencia como el modo más rápido de conseguir lo que desea. Con toda seguridad, un mundo más tranquilo sería un mundo mucho más pacífico.

Hasta en el campo de las emociones ha anidado una celeridad que anima a participar en una alocada carrera por conseguir un sinnúmero de relaciones sentimentales, convertidas automáticamente en superficiales.

Tenemos mucho que aprender de las personas con síndrome de Down, y su lentitud innata es una de las mayores lecciones que pueden ofrecernos. A poco que pensemos, nos daremos cuenta de que las cosas verdaderamente importantes de la vida requieren tiempo y se cocinan a fuego lento.

La comida pausada, en familia, permite que los hijos conversen con sus padres y compartan ideas, valores y sentimientos. Un tranquilo paseo, sin prisas, tiene efectos balsámicos sobre el estado de ánimo, algo que difícilmente puede proporcionar la conducción vertiginosa en el tráfico endemoniado de la ciudad.

El trabajo bien hecho necesita planificación y concentración, reposo en suma, si lo que se pretende es primar la calidad sobre la cantidad. La amistad se solidifica en la fragua del tiempo, por medio de frecuentes intercambios de afecto y confianza. Y todo lo relacionado con los sentimientos y el amor precisa de abundantes experiencias conjuntas para moldearse y consolidarse, y eso solamente se puede lograr a lo largo de amplios periodos de tiempo.

Comer lentamente y disfrutar de la comida, pasear sin prisas deteniéndose a mirar las cosas hermosas que el mundo con generosidad nos brinda, realizar las tareas con tranquilidad y perseverancia, sorprenderse con lo cotidiano, regocijarse con cada instante de alegría y de ilusión que el día a día ofrece, mostrar espontáneamente un amor incondicional, pausado, a aquellos que queremos y que nos quieren, contentarse con lo que uno es y con lo que uno tiene, son habilidades que poseen las personas con síndrome de Down y que los demás deberíamos utilizar como modelo y referencia.

Quizás si redujéramos nuestra frenética actividad y nos acostumbrásemos a manejar agendas menos apretadas seríamos todos un poco más felices. Quizás el secreto esté en aprender a sentirse cómodos con la lentitud en lugar de correr siempre en pos de un tiempo que percibimos que se nos escapa, en una carrera alocada que nunca nos satisface Quizás. A fin de cuentas, estamos aquí de paso. Merece la pena pararse a contemplar y a deleitarse con el aroma de las flores.


Fuente: Revista Virtual Canal Down21

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