El Cerebro Disminuido: Cognición y Emociones

Probablemente todos estamos de acuerdo en que el cerebro alberga y aglutina el mundo de nuestra conducta, el mundo de nuestra cognición, el mundo de nuestros sentimientos y el mundo de nuestra actividad ejecutiva. Aunque de manera todavía dubitativa, vamos asignando en él lugares que participan de manera preferente en lo mental, en lo conductual o en lo afectivo. Pero de modo recurrente siempre hay alguien que nos recuerda que la conciencia es una y que no es posible mantener nuestra mente incontaminada e inmune a nuestra trama afectiva.

Esto es cierto; pero es posible apreciar disociaciones entre estos mundos que el propio pueblo llano sanciona. «Tiene su sensibilidad a flor de piel» nos sugiere que la persona expresa su mundo afectivo con cierta desmesura. «Tiene el corazón duro como una piedra» (cuando el corazón se nos hacía fuente de afectos) reprocha el comportamiento que aparentemente regatea sentimientos. Hay ojos que brillan ante el reto de una difícil tarea o de una decisión compleja y hay ojos que vibran ante la secuencia inimaginable y jamás pensada de sonidos que surgen de una garganta privilegiada. Nuestro cerebro humano da mucho de sí, ciertamente, pero el de cada uno de nosotros, con su biografía a cuestas -la suya propia y la de sus antepasados- acota, se inclina por, se siente más cómodo en, se muestra más proclive hacia… Es decir, selecciona. Carácter y temperamento terminan por definirse. Las influencias genéticas y epigenéticas van construyendo los hilos invisibles que acaban enmarcándonos y sujetándonos.

Vamos a introducirnos en lo que algunos denominan «el cerebro disminuido». Y lo primero que nos preguntamos es «¿disminuido en qué?». Quizá lo que procediera ahora fuese empezar a romper estereotipos, desmontar todo el tinglado levantado sobre el coeficiente intelectual y empezar a hablar de capacidades selectivas, de facultades concretas para la adaptación, de competencias precisas en áreas bien acotadas.

Pero es evidente que hay seres humanos que poseen limitaciones en su capacidad intelectual, en un grado que les hace correr el riesgo de quedarse inermes a la vera de nuestros caminos. Puede ser vacilante el fluir de su pensamiento; puede estar entumecido su poder de reflexión; puede sentirse confusa su capacidad de absorber y relacionar la información que le inunda. Y sin embargo sigue siendo él, sí-mismo, quien en definitiva decide, ejecuta, o hace o deshace, expresa de una manera inexplicable su propio coto de libertad; porque toda acción es consecuencia de una decisión personal. Ello se hace aún más evidente en esta época en la que la corriente educativa trata de conseguir que las personas posean grados crecientes de autonomía, de capacidad de decisión y de responsabilidad personal sin la cual la autonomía sería una idea vacua.

Ante un cerebro disminuido debemos preguntarnos, por encima de cualquier otra consideración, cuáles son sus capacidades y habilidades. Y entonces nos resulta evidente que la influencia afectiva y emocional puede jugar un papel determinante en el aprendizaje, desarrollo y consolidación de tales capacidades. Dicho así, resulta harto inconcreto porque ni la influencia afectiva modula cualquier conducta o función cognitiva, ni toda minusvalía cerebral se caracteriza por un elenco similar de carencias y capacidades. Se ha afirmado que, desde un punto de vista de la psicología evolutiva, la finalidad de los procesos cognitivos está en ofrecer soluciones más sutiles a los problemas que plantean los estados de actividad emocional; posiblemente, el devenir evolutivo ofrece una perspectiva bastante más ambiciosa como es la de llegar a conocerse a sí mismo. Lo que sí nos parece cierto es que, en términos evolutivos, los estados emocionales del ser humano adquieren tareas de gran calado ya que llegan a suscitar actividades cognitivas y, no menos importante, actitudes mentales que en otro modo quedarían ignotas. Esto que es válido para cualquier cerebro, disminuido o no, cobra particular trascendencia en situaciones en que la capacidad cognitiva se encuentra alterada, ya que las aferencias emocionales y motivadoras llegan a suplir carencias de estímulos de otro carácter.

La emoción en el ser humano no es un lujo; nos ayuda a razonar y a tomar decisiones; nos ayuda a comunicar nuestro contenido mental a otras personas. No podemos decir que la emoción sea lo opuesto a la cognición porque no actúan de manera separada. Por otra parte, si se suprimen los sentimientos de la tarea cognitiva, pierden sus sistemas de orientación, se hacen irracionales.

Retornemos al punto en que se inició este análisis. Nuestra vida es el resultado, ojalá que armónico, de nuestra conducta, nuestra cognición, nuestros afectos y motivaciones y nuestra deliberada acción volitiva y ejecutiva. En un cerebro disminuido no tiene por qué carecer ni de motivaciones ni de afectos y éstos, convenientemente fortalecidos y utilizados por una acción educativa inteligentemente diseñada y pacientemente aplicada, son capaces de activar los resortes biológicos disponibles para desarrollar al máximo la potencialidad cognitiva que hubiere en esta o en aquella área, en esta o en aquella habilidad, en esta o en aquella faceta y mostrar así su propio grado de inteligencia.

El grado o intensidad de volición y, sobre todo, la naturaleza de la intención hacia la cual esa volición se encauza, no guarda relación alguna con la capacidad de desarrollar complicados argumentos cognitivos. En cambio, saber aplicar y ajustar con tenacidad la acción en el rumbo marcado por el deseo, y saber adaptar los deseos a la realidad marcada por las propias posibilidades y vivencias es manifestación de actividad mental sabia y armónica, al alcance de mentes en las que se puede identificar la veladura que en ellas vierten ciertas sombras.

José Antonio Marina nos insiste en que educar la voluntad no consiste en ejercitar un músculo imaginario sino en educar la inteligencia afectiva. Pero no se ha predeterminado el grado de inteligencia ni el área en que esa inteligencia se debe expresar. Si en cualquier ser humano atendemos más a sus «capacidades para» en lugar de a sus «carencias de», encontraremos una copiosa gavilla de posibilidades para enriquecer esa inteligencia afectiva , mediante la estimulación lúcida de los sentimientos que le envuelven y de los deseos que le solicitan. Lo gratificante de esta propuesta es que no es fruto de reflexión soñada sino de una realidad diariamente comprobada.

Y ahora cabe preguntarnos: Y las propias personas con discapacidad intelectual ¿cómo se consideran a sí mismas? ¿Cómo se ven en nuestro mundo?

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