De la vida real: Los hermanos del alma y mi hermana karateka


Es mi hermana del alma -decía Patricia cuando Bea tenía apenas 2 años y aún caminaba penduleando el trasero con un pañal que, de tanto pis nocturno, le hacía parecer uno de los teletubbies de la Ragdoll Productions.

– Es la enana y tiene una cosa de Dan, como los karatekas… ¿no ves que tiene los ojos chinos? -comentaba a sus amigos Jaime, a quien la «peque» había quitado el trono de príncipe de la casa por más de siete años. Las cosas no habían ido muy bien al principio entre Bea y Jaime, aunque la primera no entendiera por qué.
– ¡Ya!, pero va a poder jugar al ajedrez, ¿sí o no? -fue el comentario del primogénito, Pepe, después de una hora de explicaciones sobre lo que era el síndrome de Down con el que venía esa hermana que tanto deseaba.

Diez, siete y doce años, respectivamente, contaban los hermanos cuando nació el «caos» una mañana de septiembre.

Las reacciones no fueron ni mucho menos alarmantes o trágicas, quizá porque los padres hicimos acopio de una naturalidad ficticia o lo dimos como algo hecho y sin posibilidad de cambios. «Así son las cosas y a medida que vayan creciendo iremos ajustando el patrón a la madurez de cada uno y a la de la propia Bea», decidimos.

Puede que fuera Patricia quien más mostrara su vulnerabilidad ante la noticia, pues las mujeres, aún siendo pequeñitas, nacemos ya con un «sexto sentido».

– ¿Va a ser gorda, como la niña de mi clase de ballet?
– Pues, hombre, no tiene por qué si la cuidamos. Tú no eres gorda, yo tampoco, papá y tus hermanos tampoco… ¿por qué va a serlo ella?
– ¿Va a ser fea, como la niña de mi clase de ballet?
– Pues no creo, porque tú eres muy mona y ella no tiene por qué no serlo también.
– ¿Va a bailar tan mal como la niña de mi clase de ballet?
(¡»Contra»…! Con la clase de ballet de esta niña)

– Pues mira, Pati, bailará peor que tú si tú sigues haciendo ballet, mejor que tú si tú lo dejas y ella sigue, y peor que otras y mejor que otras también… Te da vergüenza que tenga síndrome de Down, ¿verdad?
– Sí, mamá. Me da vergüenza -consiguió decir con los ojos llenos de lágrimas.
– Pues llora, hija, porque es lógico que te dé vergüenza y que llores; si no lo hicieras me preocuparía. Eres lista, Pati, y sé que serás tú quien no le permita engordar, quien la pondrá siempre preciosa, quien le enseñará a bailar y otras muchas cosas. Debes pensar que si Bea está aquí es por algo bueno que hemos hecho en esta casa. ¿Acaso crees que Dios le manda esto a cualquiera? Él sabe que haremos de ella una persona magnífica. (Y espero que me enseñe cómo hacerlo cuanto antes… pensé yo).

Mi hija Patricia tenía entonces diez años, acababa de hacer la comunión y decía que de mayor sería monja (como la ‘madame’ de su colegio) o detective. Creo que aquella explicación tran-quilizó profundamente su espíritu.

Han pasado los años
La monja, con 15 años, ya no quiere ser monja; ahora quiere ser bióloga y sigue adorando a su hermana que -por cierto- nunca llegó a ir a clase de ballet pero sí a otras muchas cosas.

El ajedrecista -con 17- le pide a su hermana que escrute a sus novias y les dé el O.K. Se la lleva al cine y a merendar en cuanto puede, y tiene el descaro de decirme que con Bea se liga un montón. Le sigue contando cuentos inventados en donde él -naturalmente- es el «prota» y a su hermana se le cae la baba.

Al príncipe destronado, que ya ha cumplido los 12, lo hemos vuelto al trono y es el que más directamente influye en su hermana pequeña. Le da órdenes a diestro y siniestro y ella sólo cumple las que le interesan. Al final, es él quien hace kárate y tiene un cinturón naranja que le coloca a Bea en la frente a modo de banda guerrillera, y ésta se pasea por el pasillo al grito de «zsak», «iyatak» y otras cosas extrañas.

Los hermanos tienen y pasan por edades distintas. Nosotros, los padres, que también cumplimos años, pasamos por etapas y modos de pensar que quizá se ajustan más a nuestro estado de ánimo que a la propia realidad.

La karateka está ahí todos los días; unos se hace más presente que otros, puede que para recordarnos que en el 21 ella tiene 3 cromosomas y que, de algún modo, esa tercera parte de sí misma debe ser aceptada, asumida y educada por el resto de su familia en función de los cambios personales de cada uno de
ellos. No es fácil, bien es cierto, pero tampoco tan difícil como lo pintan algunos… al menos, de momento.

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