De Certezas, Dualidades y Esperanzas

Sabemos a ciencia cierta que nuestros hijos tienen síndrome de Down. Sabemos lo que ello implica. Sabemos que tenemos un desafío por delante para acompañarlos en su vida. Hasta allí, certezas. Desde allí, dualidades… como en tantas cosas…

Blancos y negros. Luces y sombras. El ying y el yang. Lo bueno y lo malo. Santos y pecadores…
Cualquiera sea nuestra cultura, estas dualidades están presentes, en el Occidente judeocristiano, en el Oriente, en los pueblos originarios de América… porque son parte de nuestra existencia, de nuestra naturaleza humana, la unidad en la dualidad, la unidad que termina difuminando los límites de los polos de la dualidad.

Es así que, portadores asintomáticos de esa dualidad, con muy pocas certezas, a diario tomamos decisiones de todo tipo. Algunas que ni siquiera nos damos cuenta de tanto haber decidido antes de que queden incorporadas a nuestra rutina… otras más relevantes, algunas trascendentales…

Es obvio que cuanto mayor información tenemos, mejores (o más complejas) decisiones podemos tomar, pero ¿cómo soportamos esta situación? Si tenemos tan pocas certezas, si permanentemente hacemos equilibrio en nuestra dualidad… ¿Qué nos mantiene coherentes y racionales?

No lo sé… no soy psicólogo, ni sacerdote, druida o chamán… Pero creo que una pista la podemos encontrar si tenemos en cuenta que, al tomar estas decisiones, tenemos “la esperanza” de que sea la correcta o, al menos, la mejor posible.

En los casi 25 años transcurridos desde el nacimiento de nuestro hijo con síndrome de Down, Pancho, nos hemos enfrentado, en pareja con mi esposa, en familia con mis otros hijos, al encuentro entre aquellas pocas certezas y las muchas dualidades que nuestra propia naturaleza y la sociedad nos planteaban… encuentros que muchas veces han sido duros y dolorosos, que han requerido de nosotros mucho temple y, por qué no, la necesidad de “tragar” cierta sensación de frustración o de bronca.

¿Vive o muere? (continuidad o no del embarazo). ¿Se queda o se va? (dar en adopción o institucionalización después de nacido). ¿Viene con nosotros? (con la familia, como un miembro más). ¿Escuela común o especial? (a la escuela de su barrio, de sus hermanos). ¿Trabajo abierto o protegido? (o a veces incluso, “jugamos” a qué trabajo). ¿Ocio en la comunidad o en espacios especiales? (¿a bailar a la disco de moda o a nuestra asociación?). ¿Autonomía o autodeterminación? (va solo, o va solo a donde eligió ir).

Estas dualidades que nos plantea la vida conmueven nuestro espíritu… Tanto que muchas veces miramos para otro lado, o nos convencemos que lo mejor es mirar para otro lado… y tomamos no-decisiones (que es una manera implícita de decidir)… dejamos que las cosas se den, que la vida transcurra, que la realidad se imponga. Porque estas dualidades no vienen sólo del exterior, vienen también de nuestro propio ser, de nuestra visión de la vida, de nuestros intereses, hasta de nuestra propia comodidad (¡si lo sabré…! ¡Cuánto más llevadero para los padres es optar por “lo especial”..!)

Pero también hay ocasiones en las que, sin darnos el lujo de la duda (alguien dijo que la duda es la jactancia de los intelectuales…), encarando por el camino más duro, el que más esfuerzo nos exige, nos enfrentamos con las dualidades del exterior, de la sociedad, del sistema educativo o del mundo del trabajo, y comenzamos a dejar jirones del alma en el camino, nos encontramos con que lo que se nos dice y estamos convencidos de que es “lo mejor” para nuestros hijos, lo que respeta sus derechos y su dignidad como persona, se nos retacea o escatima o se nos niega…

Hay dos planos en los que se nos plantea la posibilidad de actuar: el hacia adentro, y el hacia afuera.

El camino que hemos transitado desde que tomamos la decisión de respetar el derecho a la vida de nuestros hijos, de aceptarlos y tratarlos como a uno más de la familia, de darles la oportunidad de estudiar en la escuela de todos, nos propone decidir ahora, cuando ya son mayores, de qué manera hemos de intervenir para acompañarlos en el tránsito a la vida adulta. Y nuevamente se nos abre un abanico de posibilidades y ninguna receta, porque la dualidad se mantiene y las certezas siguen siendo pocas.

¿Cómo encarar esta nueva etapa?… Pues claro, nuevamente con esperanza… Con información… mirando lo que hemos hecho hasta ahora y todo por lo que hemos luchado… y teniendo mucho cuidado de no dejarnos tentar por las opciones que nos plantea la siempre presente dualidad que, bajo la máscara de que “es lo mejor”, como vino viejo en odres nuevos nos vuelva a ofrecer la salida “especial” que aparta a nuestros hijos de la sociedad. Pero también con una seria mirada a nuestro interior, poniendo sanamente en duda nuestros propios “modelos de intervención”, nuestra propia comodidad.

En síntesis: Los cambios que nos aportan el reconocimiento y goce de los derechos de nuestros hijos, la “lucha por convencer”, tienen y tendrán siempre dos planos, el de nuestro interior (y nuestra familia) y el del exterior, el de la sociedad. Si no trabajamos en ambos, con firme pasión, estaremos sembrando no sólo dudas en nuestra propia realidad, sino también en la de los demás. Que en ese camino, este poema del poeta Hamlet Lima Quintana los acompañe siempre:
Hay que llegar a la cima…
Hay que llegar a la cima, arribar a la luz,
darle un sentido a cada paso,
glorificar la sencillez de cada cosa,
anunciar cada día con un himno.
Hay que subir dejando atrás el horror y los fracasos,
arrastrarse y horadar la piel para ascender
y cuando, por fin, lleguemos a la cumbre
entonces, darnos vuelta
y estirar las manos hacia abajo
para ayudar a los que quedaron rezagados.

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