¿Cómo se vive con autismo?

Una parte de la humanidad, en número creciente, vive alojada en un universo mental y sensorial diferente al patrón que rige para el común de los mortales. Están entre nosotros, pero son sinceros, carecen de malicia, no comprenden las metáforas, las bromas, ni las dobles intenciones; desconocen las claves de funcionamiento de nuestras sociedades, complejas y artificiosas, aunque les gusta saberse queridos, y sienten la alegría y la tristeza, el placer y la frustración. El suyo es un mundo enigmático de pensamiento rígido, una anomalía de la programación genética que chirría ante la dificultad para asimilar nuestras normas no escritas. Ellos no desarrollan espontáneamente lo que a los demás nadie nos tiene que enseñar.

Mentes privilegiadas y discapacitados intelectuales, almas benditas y personalidades de comportamiento desquiciante, inocentes todos, transitan con sus fortalezas y debilidades por esos extraños países interiores de incertidumbre y sufrimiento del trastorno del espectro autista (TEA), velados por la incomprensión y resistentes a la indagación científica. Aunque no tienen cura, la experiencia enseña que no hay pozos de dolor y devastación inabordables, ni muros de silencio suficientemente herméticos como para cerrar el paso al amor entregado de los padres y al tratamiento eficaz de los profesionales de la sanidad.

“Antes de que nos veamos, debería conocer algunas de mis normas: no me gustan los besos ni los abrazos, con un apretón de manos es suficiente. No miro demasiado a los ojos, pero estaré haciéndole mucho caso. Mi forma de hablar y el lenguaje corporal pueden resultarle desganados y/o robóticos. Es normal”. Regina Cortés Echezortu, de 36 años, guarda un frustrado recuerdo del parto de su hija Olivia, de 16 meses, y cabría pensar que tampoco las tiene todas consigo en su función materna.

“No fue una experiencia dura, sino extraña, rara, medio decepcionante. Me habían dicho que iba a ser el día más feliz de mi vida y no fue así. Había leído que mi hija lloraría al nacer, pero ella no lloró cuando la sacaron. Y luego todos esos médicos tocándome, encima de mí, nerviosos, porque hubo que hacer una cesárea. Las personas con TEA tendemos a planificarlo todo.

Yo había estudiado a fondo todas las hipótesis, pero aquel día se me rompieron los esquemas”. La diferencia entre lo programado y lo vivido es la gran falla del autismo, una sima a rellenar a diario porque los aquejados por ese trastorno solo se sienten seguros cuando pisan el terreno firme de lo consabido, lo planificado.

Licenciada en Humanidades y Comunicación e intelectualmente superdotada, Regina tiene asperger, la versión más amistosa —si se puede hablar así— del autismo, y es un raro ejemplo de mujer que en esas condiciones asume la responsabilidad de la maternidad. La tibieza o frialdad presentes en sus declaraciones no pueden ser interpretadas desde nuestro código convencional porque bajo esa aparente indiferencia late, a no dudar, un amor tan silencioso como auténtico. “La experiencia con esta niña está siendo grata, pero el desconcierto ha continuado después del parto. Te dicen que se te va a acabar la tranquilidad, que ya no vas a poder pegar ojo, y resulta que ella duerme estupendamente. Nunca sale nada como se supone. Me ha costado mucho establecer el vínculo con Olivia. A veces, nosotros somos incapaces de identificar los sentimientos, pero no sólo los ajenos, tampoco los propios”.

 
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“Hay una batalla entre genetistas y ambientalistas”, sostiene Manuel Posada, director del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras del Instituto de Salud Carlos III, en España. “Los primeros creen que todo es genético, y no se puede negar la influencia de la genética en el autismo, pero los genes no producen epidemias y está claro que —como muestran los registros realizados en Dinamarca, por ejemplo— estamos ante un aumento de la incidencia. Si el autismo está creciendo, hay que buscar un factor ambiental”. El incremento progresivo de la edad de los progenitores, característico de las sociedades modernas, es una causa comúnmente aceptada. “Los hombres tenemos que reproducir nuestros espermatozoides y cada reproducción supone una pérdida de calidad del material genético”, explica Joaquín Fuentes, investigador. “Es como la fotocopiadora, que al final va perdiendo el tóner y la calidad de la impresión se resiente”.

 
“La exposición prenatal al ácido valproico o a la talidomida y a otras toxinas presentes en nuestro medio ambiente está asociada al mayor riesgo de TEA, al igual que las infecciones durante el embarazo y las complicaciones en el parto”, dice Ricardo Canal, investigador de trastornos del comportamiento de la Universidad de Salamanca, España. Son factores que incrementan el riesgo en niños que nacen con una mayor vulnerabilidad genética. Algunos estudios asocian igualmente determinados déficits del autismo con el exceso de líquido cefalorraquídeo en los bebés y con el anormal crecimiento del volumen cerebral temprano. Es posible que el TEA esté pasando de ser un trastorno genético simple de baja prevalencia y altamente heredable a un trastorno genético de alta incidencia, causado principalmente por la acción combinada de varios genes y factores ambientales que intervienen antes, durante y después del parto”. La gran mayoría de los TEA carece de esos antecedentes familiares, aunque el riesgo de que el hermano de una persona con autismo padezca el mismo síndrome está entre el 20% y el 25%.

—¿Qué es el autismo?
—“Un trastorno, un modo diferente de pensar, un modo determinado de gestionar mentalmente la información. Tenemos conexiones cerebrales diferentes, una manera de sentir y expresar sentimientos distinta. Ese trastorno conlleva frustraciones e impotencias que facilitan la aparición de la depresión, la ansiedad, el pánico, fobia social, crisis obsesivo-compulsivas. Yo estuve en depresión crónica desde los 13 años. No era capaz de salir a la calle y, a veces, ni de mi propia habitación. Me rompí”, cuenta Regina.

—¿Hasta qué punto son ustedes diferentes?

—La primera vez que fui a la psicóloga le dije: “Soy diferente”. Ella me contestó: “Todos somos diferentes”. “No, no”, le expliqué. “Digo verdaderamente diferente, rara”. Me he sentido diferente desde los dos años. Recuerdo mi primer día de colegio. Pero aunque mi infancia no fue feliz, mi adolescencia fue terrible. En caída libre.

—¿Comparte la opinión del genio matemático Schovanec cuando dice que la búsqueda de la normalidad desde el autismo conlleva la pérdida de cualidades humanas y que ser normal es bien triste?
—Sí. La búsqueda de la normalidad te obliga a mimetizarte con el modelo convencional y a reprimir tu verdadero yo. Te obligas a no decir lo que piensas, a callar, a no vestir como te gustaría, a no comentar que has leído 20 veces el mismo libro, 100 veces la misma película, que te sabes de memoria todas las matrículas de coche y números de teléfono. En esa lucha agotadora camaleónica, de camuflaje, que libramos para que no nos llamen locos, violentamos nuestra forma de ser.

—¿Cómo escapó de las pesadillas y depresiones?

—Cuando me diagnosticaron el síndrome, a los 29 años, y me explicaron lo que me pasaba, fue una gran liberación. De repente, todo encajaba, como en un puzle. Todo lo que quería era que me dijeran qué tenía que hacer para dejar de sufrir.

—¿Su marido tiene también autismo?

—No tiene ningún trastorno, pero es especial. Lo conocí por Internet. No podía ser de otra manera porque la gente me molesta, no la necesito pero soy feliz conmigo misma y estoy bien con mi familia, aunque al cabo de unos días necesito alejarme también de ellos y quedarme sola. Mi chico lo entiende. Mi sueño no es otro que no volver a caer en el agujero negro.

La descodificación del genoma humano ha abierto grandes expectativas. Pero hoy por hoy no hay solución a la vista. Ni tampoco un medicamento específico, pese a que se trabaja intensamente en pos de ese objetivo. De hecho, investigadores españoles aspiran a fabricar en pastilla un análogo de la vasopresina que podría mejorar el tratamiento. Una de las incógnitas mayores es por qué la prevalencia del autismo es cuatro veces mayor en los hombres que en las mujeres. Aunque se especula con que el trastorno tenga que ver con el cromosoma X —la doble X cromosómica de las mujeres les permitiría cubrir las deficiencias producidas en una de las X sirviéndose de su copia—, no hay respuesta fiable. “Las mujeres somos más difíciles de diagnosticar, sabemos escondernos mejor y durante más tiempo”, señala Regina Cortés.

El autismo es un bombazo que pone patas arriba los equilibrios anímicos personales y familiares, con la particularidad perversa

—campo abonado para la mala conciencia— de que la estabilidad familiar constituye un requisito indispensable para la eficacia del tratamiento. Así y todo, muchas familias se rompen y otras muchas requieren atención psicológica.

“Lo primero que desaparecen son los amigos”, constata Paula Guijarro, madre de Alicia, de 16 años, uno de esos casos que demuestran que el a menudo obligado paso por el infierno autista tiene también salida. “Hasta los dos años y pico, Alicia hablaba, cantaba y bailaba. Primero dejó de mirar, luego empezó con las ecolalias, esas frases repetitivas como ‘corre, corre que te pillo’; al final dejó de verbalizar y de responder por su nombre. Hacer puzles se convirtió en tal obsesión que tuvimos que prohibírselos. Después empezó la etapa de los chillidos, los llantos, las carreras sin ton ni son, las rabietas, el arrojar los peluches al fuego de la cocina… No dormía, ni dormíamos. Intentamos evitar sitios con gente porque Alicia tenía hiperacusia, sentía el ruido de un excavadora a kilómetros, no podía soportar el ruido de un semáforo, del teléfono, de la bocina de un coche.

Paula llegó a pensar que estaba loca y que esa hija suya que hablaba, reía y bailaba solo había existido en su imaginación. Tuvo que aprender a mirarla de otra manera, a ponerse en su lugar, a aceptarla como es y a arrinconar los proyectos y sueños que había proyectado sobre ella. Dice que después de cuatro años trabajando intensamente con los pictogramas (dibujos y símbolos que les muestran los pasos a dar; así, un coche, una tienda y un objeto les hacen ver que van a coger el coche y que van a ir a comprar ese objeto) y con las técnicas de tratamiento de los expertos ha empezado a saborear la vida.

Es la vida que aflora en medio de la pesadilla laberíntica del autismo, gracias al esfuerzo no solo de los padres, profesionales médicos y asociaciones, el gran asidero de las familias, sino también, especialmente, del tesón de los propios afectados por el autismo. Son ellos, al final, los que ganan sus batallas, los que salen de la incomprensión, el rechazo y la angustia.

 

Original. 

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