Autismo, ese pequeño animal que vivía en mí

Niña

Durante mucho tiempo he considerado que se trataba de un pequeño animal extraño pero familiar, siempre presente, siempre agazapado, que me obligaba a respetar sus extrañas maneras…

Le gustaba que los lapiceros estuvieran bien alineados sobre la mesa cuando los sacaba de mi estuche. Le gustaba que las figuras de LEGO estuvieran siempre organizadas según un código de colores determinado. Exigía comer con la cuchara de la punta negra, siempre. No soportaba que moviera los muebles de mi habitación, odiaba los fuegos artificiales, los olores fuertes, el sabor de los cubiertos de plata, el ruido de la gente que come, el aroma del café. Le gustaba el agua muy caliente, ardiente, las mantas muy pesadas, incluso en verano, y el silencio. No dormía casi nunca, así que yo tampoco. Me aislaba.

Creía que todos Lo teníamos dentro, como un animal, pero que el mío era salvaje y yo no lograba educarlo.

No sabía si es que Él era mucho más listo o si yo era más estúpida que el resto por no saber dominarlo. Nadie parecía entender hasta qué punto Él me hacía diferente. Porque era una diferencia invisible.

No sabía recortar bien siguiendo los puntos, pero me apasionaba dibujar cubos en tres dimensiones. Tenía tres años. No sabía abordar a los niños en el recreo para jugar con ellos, pero sabía acercarme a cualquier perro porque me había aprendido de memoria un libro sobre las 200 razas caninas. Tenía seis años. Leía el tratado de Hume sobre la inteligencia de los animales, escondida en el autobús escolar, pero nunca había estado en una fiesta. Tenía 10 años. Percibía semejanzas invisibles en los detalles de ciertos rostros, pero era incapaz de saber que alguien estaba intentando ligar conmigo. Tenía 16 años.

Me sentía culpable de todo lo que Él generaba.

Dejé de verlo como un animal de compañía para empezar a considerarlo como una sombra.

Fui profundamente consciente de mi diferencia, y eso me atormentaba.

Él no comprendía nunca nada, pero se creía todo lo que Le decían. Hacía todo mal. Me hacía respetar escrupulosamente los pasos de peatones y notar las faltas gramaticales cuando la gente hablaba. Por Su culpa, las emociones de la gente me contaminaban como virus. No sabía adivinar fácilmente si alguien estaba triste, pero, en cuanto me daba cuenta, su dolor me penetraba con una intensidad feroz. Cuando la gente entraba en cólera, su rabia generaba una ola que me sumergía y me dejaba desvalida. No podía defenderme contra las emociones de los demás, Él me hacía vulnerable. No desaparecía nunca. Estaba permanentemente presente, tenía el control sin que yo comprendiera realmente que eso era inusual. Él era líquido, estaba en todas partes y era inextricable.

Intentaba empujarlo hacia un rincón, meterlo en una jaula.

Intentaba que entráramos, Él y yo, en el molde que debería ser de mi tamaño, pero que siempre era demasiado estrecho, y yo no encajaba en esa forma. Cuando era pequeña y todo estaba a oscuras, solía imaginarme que cuando me despertara al día siguiente estaría en otro mundo, en el que me contaban que lo que había vivido hasta entonces era sólo un sueño. Esa era la explicación más lógica: el mundo me parecía mucho más improbable para ser real. Pero nunca me desperté.

Niña

Él no solo me aportaba cosas malas, pero yo era un poco ingrata o, simplemente, demasiado frágil como para reconocerlo. Me ayudaba a ver colores que los demás no percibían, a disfrutar de la música como nadie, o de los olores. Sí, como nadie. Ese era el problema…

Un día, sin embargo, me di cuenta de que Él comprendía instintivamente la belleza. Podía percibir la música en las palabras, captaba las luces, se nutría de destellos del mundo que los demás ni siquiera veían. Hablaba la vasta lengua del Arte, y yo nunca me había dado cuenta.

Todos esos años había tratado de mantener a ese pequeño «Él» al margen, pero sus cadenas se habían roto de golpe.

Crecí. Conocí a buenas personas, que me permitieron dejarle expresarse. Después conocí a malas personas, que Lo consideraban demasiado ruidoso, demasiado extraño, demasiado agotador, demasiado presente, y que querían acallarlo. Volví a mis excentricidades de infancia, intenté amputarlo para que tuviera la forma correcta, la del molde. Pero ya no era posible. Dejé atrás a la gente que quería mutilarme y Lo acogí de nuevo en mis brazos.

Después me eché un novio que Lo vio. Que entendió con dolor lo duro que era hacer hueco en su vida a alguien como Él, pero que también entendió lo maravillosa que Él me hacía. Con su ayuda, pude domesticarlo. Lo dejé crecer, Lo autoricé a tomar espacio para que yo fuera más feliz. Dejé de encerrarlo. Viví alegrías totalmente puras e intensas. Entonces comprendí, en un instante de lucidez loca, que no vivía a mi lado como un animal familiar, ni siquiera salvaje. Él era yo. Yo era Él de la misma forma que era castaña, que era blanca, que era mujer.

Ahora tengo que nombrar a ese «Él». Es injusto que permanezca oculto en el secreto, y trato de saber cómo llamarlo bien… Cuando conozca Su nombre, podré por fin amansarme.

Varios meses después de escribir este texto, recibí los resultados de mi diagnóstico. Tengo trastorno del espectro autista. Ese «Él» que intentaba describir es el autismo.

Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Francia y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano para el ‘HuffPost’ España.

* Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.

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