Aplican prueba que identifica dislexia

Cuando decimos que alguien confunde la gimnasia con la magnesia, lo que queremos expresar es que esa persona tergiversa las cosas y no entiende nada del tema que se está abordando en ese momento.

Este dicho, no obstante, refleja con exactitud lo que les sucede a los niños disléxicos: cuando leen y escriben confunden un fonema (sonido de una letra) con otro fonema, o un grafema (letra) con otro grafema, lo cual les impide comprender correctamente un texto.

“El problema no es que un niño disléxico no haya aprendido a leer y escribir, o no tenga suficiente capacidad intelectual, sino que confunde los fonemas o los grafemas cuando escribe, lee o toma un dictado. Es decir, sí ha aprendido a leer y escribir, pero de manera deficiente”, señala la maestra Laura Edna Aragón Borja, académica de la Unidad de Evaluación Psicológica de la Facultad de Estudios Superiores (FES) Iztacala, quien diseñó un método de evaluación y tratamiento de la dislexia en niños de primaria, conocido como IDETID-LEA (Instrumento para detectar errores de tipo disléxico).

La deficiencia de un niño disléxico radica, pues, en que, mientras lee, confunde u omite letras, sílabas, palabras o enunciados, o bien invierte su orden. Así, en lugar de sol puede escribir los, sustituir una letra por otra o agregar letras, sílabas o palabras en una lectura o en un dictado.

“En cambio, si a un niño de primaria con la madurez neurológica suficiente le pongo en el pizarrón una b y una d, sabrá que son dos letras diferentes”, comenta la académica.

En la primaria, con la experiencia y la enseñanza, el niño va distinguiendo las letras y haciendo discriminaciones de sonidos cada vez más finas.

“Un día dice: ‘no, no es eche, es leche; no es piyata, es piñata’. Poco a poco distingue las letras en un proceso normal”, apunta Aragón Borja.

Problema aprendido

Como tesis de maestría, Aragón Borja hizo en la década de los años 80 del siglo pasado un trabajo sobre la dislexia, pero al investigar la bibliografía encontró información que mencionaba que era un problema neurológico, que los niños disléxicos nacían con una disfunción cerebral mínima, un desequilibrio bioquímico, el cual, aparentemente, podía llegar a compensarse.

En otro lado leyó que la dislexia era secundaria a problemas psicológicos y, también, que se trataba de una consecuencia de ciertas áreas dañadas del cerebro todavía no detectadas.

“Esto significaba que los instrumentos para detectar esas áreas no eran válidos ni confiables, ya que no medían lo que pretendían: el supuesto daño neurológico, y que, por consiguiente, la afirmación de que la dislexia era un problema neurológico carecía de sustento. Entonces pensé en diseñar un instrumento para evaluar a los niños disléxicos, partiendo de que la dislexia no era un problema de origen biológico ni genético, sino aprendido, de deficiencias en el proceso de enseñanza-aprendizaje”, indica la académica.

Validación del instrumento

Aragón Borja desarrolló a finales de los años 90 un instrumento de evaluación de la dislexia -conformado por una prueba de lectura, una de copia y una de dictado-, que se aplicó, con la ayuda de sus colaboradores, a 660 niños no disléxicos de segundo, tercero, cuarto y quinto grados de escuelas públicas del Distrito Federal.

Cabe apuntar que se escogió a niños no disléxicos porque se buscaba determinar si el instrumento era el adecuado para la población a la que iba dirigido; y que no se incluyó a niños de primer grado de primaria porque aún no dominan la lecto-escritura, ni a los de sexto porque luego de quinto grado es muy poco probable que presenten dislexia.

A unos 300 niños se les aplicó la prueba de copia; a otros, la de dictado; y a otros, la de lectura, copia y dictado. Más tarde se replicó el estudio en una muestra de 360 niños de segundo, tercero, cuarto y quinto grados de varias escuelas públicas del Distrito Federal y del estado de México.


“Esta segunda aplicación del instrumento de evaluación fue más cuidada. Pedimos a las escuelas que nos enviaran niños no disléxicos y que la mayor parte fueran de ocho de promedio, unos cuantos de nueve y unos de 10, pues queríamos ver el nivel de dificultad adecuado”, explica la maestra de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala.

El instrumento de evaluación se fue ajustando, para lo cual se eliminaron algunos reactivos y se incorporaron otros; algunos se cambiaron a otro grado escolar porque al hacer el análisis de su dificultad se vio que más de 10% de los niños no leían o escribían correctamente esos reactivos.

“Por ejemplo, eliminamos la palabra abdomen, que cuesta trabajo pronunciarla o escribirla no sólo a los niños con dislexia sino a todos porque tiene una b y una d juntas. En México, muy pocas personas la utilizan; la mayoría dice estómago o panza. Si la dejábamos iba a crecer el número de errores. Había otras palabras con demasiadas sílabas para los niños de segundo y las pasamos a la prueba de tercer año”, comenta la académica de la UNAM.

Aprobación del contenido

Para validar el contenido del instrumento de evaluación, Aragón Borja hizo e incluyó en él una lista de todos los posibles errores que un niño puede cometer durante la lectura, el copiado o el dictado, tomando los diferentes repertorios que se enseñan en la escuela, desde sílabas y palabras hasta enunciados, prosas y versos.

De este modo, el instrumento pudo discriminar bien entre un niño que domina la lectura, la copia y el dictado, un niño que comete errores de tipo disléxico y un niño que tiene errores de ortografía y problemas de lectura pero no de dislexia (lee muy lento o rápido).

“Ya con el instrumento validado quisimos ver si efectivamente tenía validez de tratamiento con los niños disléxicos, si a partir de los resultados podíamos planear la intervención, y si una vez hecha la intervención aquéllos subsanaban sus errores. Así que fuimos a las escuelas a poner letreros donde les decíamos a los padres que si tenían un niño con dislexia le íbamos a dar tratamiento”, recuerda Aragón Borja.

Como trabajo de tesis, algunos alumnos de la carrera de psicología de la FES Iztacala aplicaron el instrumento de evaluación a un grupo de niños con dislexia (llegaron muchos) y, a partir de los resultados obtenidos, se planeó su intervención y sus objetivos.

“Detectamos los errores y recurrimos a estrategias cognitivo-conductuales. Al cabo de seis meses, los profesores de los niños con dislexia, que tenían bajo rendimiento escolar, nos empezaron a enviar reportes de que éstos no sólo estaban dejando de cometer errores, sino también mejorando sus calificaciones”, finaliza la académica de la Universidad Nacional.


Más información en el correo electrónico aragonb@servidor.unam.mx y en los teléfonos 56-23-13-80 y 89. (Leonardo Huerta Mendoza)

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